‘Date a deseo y olerás a poleo’, repetía la abuela. Yo era pequeña y sólo entendía que tenía que darme a deseo e iba a oler rico, o algo así. Como que jamás pregunté, asumí la sabiduría de mi abuela y la repetí como mantra. ¿Cuántas cosas no vamos asumiendo por la vida como verdades sin cuestionarnos nada?
Poco a poco, uno va creciendo y descubriendo que el poleo es la ‘hierba de borracho’, y se sigue preguntando por qué la abuela me habrá dicho eso, como pensamiento pasajero. El diálogo interno de: ¿Me habrá querido decir borracho? Pero si era muy joven para saber de estos menesteres… En fin, el día de la visita a la abuela uno no pregunta nada, se dispone a escuchar, a preguntar otras cosas, a disfrutar esa pausa en el tiempo que sólo ocurre en casa de la abuela, se pasa. Hasta que un día la abuela se va, y se queda, como muchas otras preguntas, sin respuesta.
Y se quedan, como testimonio de una existencia enorme, todas esas frases, esas voces cálidas que resuenan en la cabeza como si nunca se hubieran ido, que regresan a nosotros cada vez que nos hacen falta, todas esas historias que dejaron en nosotros y que un día vamos a replicar porque había magia y no podemos dejar de compartir la magia. ¡Qué falta! El cliché de ojalá los abuelos fueran eternos, pero sí.
Un día le pregunté a San Google y terminó la frase de mi abuela que yo no pude terminar: ‘Date a ver a deseo y olerás a poleo, déjate ver a cada rato y olerás a caca de gato’. Hay que hacerle caso a nuestras abuelas, amigos.