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2022-02-13 21.18.26

Apuntes: El sutil arte de que te importe un carajo

Autor: Mark Manson

SINOPSIS

Por décadas se nos ha dicho que el pensamiento positivo es la clave de la felicidad, la esencia de una vida prospera. Pero en los días que vivimos HOY eso se acabo. Al Diablo Con La Positividad, es lo que dice Mark Manson. Seamos honestos, algunas veces las cosas estarás mal y nosotros tenemos que vivir con eso. Por lo que la clave es dejar de tratar de ser positivo todo el tiempo y en lugar de eso ser mejores al momento de manejar la adversidad.

Es tiempo de presentarte la antítesis de los libros de desarrollo personal, una forma distinta de ver la vida, una forma distinta de alcanzar la buena vida y está se da cuándo empezamos a dominar el sutil arte de mandar las cosas al diablo, Aclaración: No se trata de que dejes de hacer las cosas, sino todo lo contrario, hacerlas en función de saber que hacer y saber en que enfocarte, reconocer tus verdaderos valores y ser fiel a esa persona en la que te quieres convertir.

El autor dice que hay que aprender a vivir con la verdad y esta es simple: Los seres humanos son defectuosos y limitados. No todo mundo puede ser extraordinario, hay ganadores y perdedores, esto posiblemente no sea justo ni sea tu culpa, pero así es, y hay que saber vivir con ello

MI HUMILDE OPINIÓN

Es un libro corto y ligero. Ideal para ponerte a reflexionar sobre cómo intenseamos sobre asuntos puntuales de la vida y por qué deberíamos bajarle 3 rayitas. Explica, casi con bolitas y palitos, estrategias para razonar y conseguir tener un enfoque distinto sobre nuestra manera de abordar la vida en la búsqueda del éxito, como indica la sociedad, con menos dudas y menos miedos.

APUNTES a.k.a. lo que subrayé del libro

Leer biografía de Bukowski para entender cómo el aceptó su posición de alcohólico perdedor bohemio y consiguió compartir sus fracasos con honestidad extrema, sin miedo y sin duda.

Mientras más cosas te importen, los negocios ganan más.

George Orwell dijo que ver lo que tienes frente a tu nariz requiere esfuerzo constante. La solución a nuestro estrés y ansiedad está enfrente de nuestras narices.

El deseo de una experiencia más positiva es, en sí misma, una experiencia negativa. Y, paradójicamente, la aceptación de la experiencia negativa es, en sí misma, una experiencia positiva.

Querer evitar el sufrimiento es una forma de sufrimiento. Evitar los problemas es un problema. La negación del fracaso es un fracaso. Esconder lo que causa pena o vergüenza es, en sí misma, una vergüenza.

No importa a dónde vayas, siempre habrá una montañ de 500 kilos de excremento esperándote. Y está bien. El punto no es alejarse del excremento. El punto es encontrar el tipo de excremento con el que disfrutes lidiar.

Cuando una persona no tiene problemas, en automático la mente encuentra una forma de inventar alguno.

La única manera de superar el dolor es aprendiendo a soportarlo primero.

Este libro no te enseñará cómo ganar o lograr algo sino, más bien, cómo perder algo y dejarlo ir.

El dolor, en todas sus formas, es el modo más efectivo de nuestro cuerpo para estimular a la acción.

Warren Buffet tiene problemas de dinero, el mendigo alcoholizado que se halla fuera del 7-Eleven tiene problemas de dinero. La diferencia es que Buffet posee mejores problemas de dinero que el indigente.

«No esperes una vida sin problemas. No existe tal cosa. En vez de eso, espera una exstencia llena de buenos problemas»

La felicidad se consigue al resolver problemas.

La felicidd es un constante proceso en desarrollo, porque resolver problemas es un permanente proceso en desarrollo: las soluciones a los problemas de hoy sentarán las bases de los problemas de mañana y así en adelante. La verdadera felicidad sólo ocurre cuando encuentras los problemas que disfrutas tener y resolver.

Resuelve problemas, sé feliz.

Las emociones negativas son un llamado a la acción. Cuando las percibes, es porque deberías hacer algo. Las emociones positivas, por el otro lado, son recompensas por haber realizado la acción apropiada.

Todo conlleva un sacrificio inherente: lo que sea que nos hace sentir bien inevitablemente nos hace sentir mal.

La felicidad requiere lucha, porque nace y crece de los problemas.

No puedes ganar si no juegas.

La pregunta relevante es qué dolor quieres continuar.

Para ser de verdad bueno en algo, debes dedicarle toneladas de tiempo y energía; y como tenemos un tiempo y una energía limitados pocos nos volvemos en realidad excepcionales en más de una cosa, si es que lo logramos.

Dicha marea de información extrema nos ha condicionado a creer que el excepcionalismo es el nuevo estado «normal», y debido a que casi todo el tiempo todos somos demasiado promedio, el diluvio de información excepcional nos hace sentir muy inseguros y desesperados.

El boleto hacia la salud emocional -y también hacia la salud física, se consigue al consumir tus vegetales, eso es aceptar las abuirridas y mundanas verdades de la vida. Estas cosas son ordinarias, pero son ordinarias por una razón: porque son lo que de verdad importa.

La conciencia de uno mismo es como una cebolla. Posee múltiples capas y mientras más las peles, hay más probabilidades de que comiences a llorar en momentos inadecuados.

Todos tenemos puntos ciegos emocionales.

El autocuestionamiento honesto es difícil de lograr. Requiere que nos formulemos simples preguntas oncómodas de contestar.

Nuestros valores determinan los parámetros bajo los cuales nos evaluamos a nosotros y a los demás.

El placer no es la causa de la felicidad; más bien es el efecto.

Los buenos valores: 1) se basan en la realidad, 2) son socialmente constructivos, y 3) son inmediatos y controlables.
Los malos valores: 1) son supersticiosos, 2) son socialmente destructivos, y 3) no son inmediatos o controlables.

Los valores giran alrededor de la priorización.

Esto, en resumidas cuentas, es de lo que trata la ‘mejora personal’: priorizar mejores valores, elegir cosas mejores a las que darles nuestra atención. Porque cuando lo haces, tienes mejores problemas. Y cuando tienes mejores problemas, tienes una mejor vida.

Siempre estamos eligiendo, tanto si los reconocemos como si no. Siempre.

A veces, la única diferencia entre un problema doloroso o sentirte con poder es la percepción de que nosotros escogimos, que somos responsables de ello.

Mucha gente duda al hacerse responsable de sus problemas porque cree que ser responsable de sus problemas significa tener la culpa de los mismos.

Culpa es tiempo pretérito. Responsabilidad es tiempo presente.

Pensaba que la felicidad era un destino y no una opción.

En vez de esperar estar en lo cierto todo el tiempo, deberíamos buscar en qué estamos equivocados todo el tiempo. Porque lo estamos.

Estar equivocado abre la posibilidad de cambiar.

Nuestros cerebros son máquinas de significado. Lo que entendemos como significado se genera por las asociaciones que nuestro cerebro crea entre dos o más experiencias.

Una vez que creamos significado para nosotros mismos, nuestros cerebros están diseñados para aferrarse a dicho significado.

El comediante Emo Philips alguna vez dijo: «Yo creía que el cerebro humanos era el órgano más increíble en mi cuerpo. Después me di cuenta de quién me lo estaba diciendo.

Esta apertura a estar equivocado debe existir para que cualquier cambio real o cualquier crecimiento se materialice.

La creencia siempre prevalece. Hasta que no cambiemos cómo nos percibimos, en lo que creemos que somos y no somos, no podremos superar nuestra evasión y ansiedad. No podremos cambiar.

Cuando soltamos las historias que nos contamos de nosotros a nosotros mismos, nos liberamos para finalmente, actuar (y fallar) y crecer.

Como regla general, todos somos los peores observadores de nosotros mismos.

Vale la pena que para que cualquier cambio suceda en tu vida, tienes que estar equivocado respecto a algo.

Aristóteles escribió: «Ser capaz de considerar un pensamiento, sin aceptarlo, es la marca de una mente educada»

La mejora de cualquier habilidad se basa en miles de pequeños fracasos y la magnitud de tu éxito se sustenta en el número de veces que fracasaste en algo.

Piensa en un niño pequeño que intenta aprender a caminar; el pequeño caerá y se lastimará cientos de veces, pero en ningún momento se detendrá a pensar: «Oh, supongo que caminar no es lo mío. No soy bueno para esto.»

Los mejores valores son aquellos orientados a procesos. Algo como: «Expresarme honestamente con los demás», un parámetro para el valor de la ‘honestidad’, nunca está terminado por completo, es un problema con el cual debemos comprometernos de manera permanente.

El valor es un proceso de por vida, que desafía la consecución.

Conforme Dabrowski analizaba a los sobrevivientes, notó algo tanto sorprendente como increíble. Un gran porcentaje creía que las experiencias de guerra que sufrieron, a pesar de ser dolorosas y muy traumáticas, los había convertido en gente mejor, más responsable y sí, incluso los hizo más felices.

Dabrowski discutía que el miedo, la ansiedad y la tristeza no necesariamente son siempre estados mentales indeseables o inútiles, por lo general son representativos del dolor necesario para el crecimiento psicológico.

Aprende a soportar el dolor que has elegido. Cuando eliges un nuevo valor, optas por introducir una nueva forma de dolor en tu vida.

Cuando cursaba la preparatoria, mi maestro de matemáticas, el señor Packwood, decía: «Si estás atorado en un problema, no te sientes a pensar en él; comienza a trabajar en él. Incluso si no sabes lo que estás haciendo, el simple acto de trabajar en él eventualmente propiciará que las buenas ideas surjan de tu mente»

No estés ahí sentado nada más. Haz algo. Las respuestas llegarán después.

Si te falta la motivación para conseguir un cambio importante en tu vida, haz algo -de veras, lo que sea- y aprovecha la reacción a esa acción como una manera de empezar a motivarte.

Haz algo, comienza con algo sencillo. Hazlo tan sólo una vez.

A menudo, eso es todo lo que se requiere para conseguir que la bola de nieve comience a rodar, la acción idónea para inspirar la motivación de seguir adelante.

Como con la mayoría de los excesos en la vida, tienes que ahogarte en ellos para darte cuenta de que no te hacen feliz.

A todos nos debe importar algo, para poder valorar algo. Y para valorar ese algo, debemos rechazar lo que es contrario. Para valorar X, debemos rechazar lo que no es X.

Nos define lo que elegimos rechazar.

La honestidad es un anhelo naturalmente humano, pero para conseguirla es indispensable mantenerse cómodo con expresar y escuchar la palabra no.

La diferencia entre una relación sana y una enfermiza se reduce a dos cosas: 1) qué tanto acepta cada persona en la relación la responsabilidad, y 2) la disposición de cada persona para rechazar y ser rechazado por su pareja.

Dondequiera que haya una relación sana y amorosa, habrá límites claro entre las dos personas y sus valores, y habrá una avenida abierta para dar y recibir rechazo cuando sea necesario.

Por contraparte, una relación sana se da cuando dos personas resuelven sus propios problemas con el fin de sentirse bien uno respecto del otro.

Eso realmente sería una demostración de amor: asumir la responsabilidad de tus propios problemas y no hacer sentir a tu pareja responsable de ellos.

El conflicto existe para demostrarnos quién está ahí para nosotros de manera incondicional y quién está ahí sólo por los beneficios.

Para que una relación sea sana, ambos integrantes deben estar dispuestos y ser capaces tanto de decir no como de escuchar un no.

La paradoja de la elección. Mientras más opciones nos den, menos satisfechos nos sentiremos con lo que escojamos, porque estamos conscientes de todas las otras alternativas de las que estamos totalmente privándonos.

En el compromiso hay una libertad y una liberación.

Los humanos son únicos en cuanto a que son los únicos animales que pueden conceptualizarse y pensar abstractamente sobre sí mismos.

El segundo punto de Becker tiene que ver con la premisa de que, en esencia, poseemos dos yo. El primero es el yo físico, aquel que come, duerme, ronca y defeca. El segundo es el yo conceptual, nuestra identidad o cómo nos percibimos.

Me recuerdo que está bien morir.

Bukowski alguna vez escribió: «Todos vamos a morir, todos nosotros. ¡Qué circo! Debería bastar con eso para amarnos los unos a los otros, pero no es así. Nos aterrorizan y aplastan las trivialidades de la vida: nos devora la nada»

La lección primaria es ésta: no hay nada qué temer.

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boris groys

Deshumanización del arte a través de la tecnología / Boris Groys

Leído en Libreta de Bocetos

En la imaginación del público, la tecnología se asocia principalmente con las revoluciones tecnológicas y la aceleración del cambio tecnológico. Pero, en realidad, el objetivo de la tecnología es completamente opuesto. Así, en su famoso ensayo sobre la cuestión de la tecnología, Heidegger dice con razón que el objetivo principal de la tecnología es asegurar el almacenamiento y la disponibilidad de recursos y mercancías1. Demuestra que históricamente, el desarrollo de la tecnología se ha dirigido hacia la disminución de la dependencia del hombre de los accidentes a los que inevitablemente es propenso el suministro natural de recursos.

Uno se vuelve cada vez más independiente del sol al almacenar energía en sus diferentes formas, y en general uno se vuelve independiente de las estaciones anuales y la inestabilidad del clima. Heidegger no lo dice explícitamente, pero la tecnología es para él principalmente la interrupción del flujo del tiempo, la producción de depósitos de tiempo en los que el tiempo deja de fluir hacia el futuro, de modo que se hace posible un retorno a momentos anteriores del tiempo. Así, se puede volver a un museo y encontrar allí la misma obra de arte que se contempló durante una visita anterior. Según Heidegger, el objetivo de la tecnología es precisamente inmunizar al hombre contra el cambio, liberar al hombre de su dependencia de la physis, del destino, del accidente. Heidegger, obviamente, ve este desarrollo como extremadamente peligroso. ¿Pero por qué?

Heidegger explica esto de la siguiente manera: si todo se convierte en un recurso que se almacena y se pone a disposición, entonces el ser humano también comienza a ser considerado como un recurso, como capital humano, diríamos ahora, como un conjunto de energías, capacidades, y habilidades. De esta manera, el hombre se degrada; a través de la búsqueda de estabilidad y seguridad, el hombre se convierte en una cosa. Heidegger cree que solo el arte puede salvar al hombre de esta denigración. Él cree esto porque, como explica en su texto anterior «El origen de la obra de arte», el arte no es más que la revelación de la forma en que usamos las cosas y, si se quiere, de la forma en que las cosas nos usan2. Aquí es importante señalar que para Heidegger, la obra de arte no es una cosa sino una visión que se abre al artista en el claro del Ser.

En el momento en que la obra de arte ingresa al sistema del arte como una cosa en particular, deja de ser una obra de arte, convirtiéndose simplemente en un objeto disponible para vender, comprar, transportar, exhibir, etc. Se cierra el claro del Ser. En otras palabras, a Heidegger no le gusta la transformación de la visión artística en una cosa. Y, en consecuencia, no le gusta la transformación del ser humano en una cosa. La razón de la aversión de Heidegger a la transformación del hombre en una cosa es clara: en los dos textos citados anteriormente, Heidegger afirma que en nuestro mundo las cosas existen como herramientas. Para Heidegger, objetivarse, mercantilizarse, etc., significa volverse utilizado. Pero, ¿es realmente válida esta ecuación entre una cosa y una herramienta?

Yo diría que en el caso de las obras de arte, no lo es. Por supuesto, es cierto que una obra de arte puede funcionar como una mercancía y una herramienta. Pero como mercancía, una obra de arte es diferente de otros tipos de mercancía. La diferencia básica es la siguiente: por regla general, cuando consumimos mercancías, las destruimos mediante el acto de consumirlas. Si se consume pan, es decir, se come, desaparece, deja de existir. Si se bebe agua, también desaparece (el consumo es destrucción, de ahí la fase “la casa fue consumida por el fuego”). La ropa, los automóviles, etc., se desgastan y finalmente se destruyen en el proceso de su uso. Sin embargo, las obras de arte no se consumen de esta manera: no se usan ni se destruyen, sino que simplemente se exhiben o miran. Y se mantienen en buen estado, restauradas, etc. Entonces, nuestro comportamiento hacia las obras de arte es diferente de la práctica normal de consumo / destrucción. El consumo de obras de arte es solo la contemplación de ellas, y la contemplación deja las obras de arte intactas.

Man Ray, Méret Oppenheim, Louis Marcoussis, 1933. Impresión en gelatina de plata ferrotipada. 12,8 x 17,2 centímetros

Este estatus de la obra de arte como objeto de contemplación es en realidad relativamente nuevo. La actitud contemplativa clásica se dirigió hacia objetos inmortales y eternos como las leyes de la lógica (Platón, Aristóteles) o Dios (teología medieval). El mundo material cambiante en el que todo es temporal, finito y mortal no se entendía como un lugar de vita contemplativa sino de vita activa. Por tanto, la contemplación de las obras de arte no está legitimada ontológicamente del mismo modo que la contemplación de las verdades de la razón y de Dios. Más bien, esta contemplación es posible gracias a la tecnología de almacenamiento y conservación. En este sentido, el museo de arte es una instancia más de la tecnología que, según Heidegger, pone en peligro al hombre al convertirlo en objeto.

De hecho, el deseo de protección y autoprotección hace que uno dependa de la mirada del otro. Y la mirada del otro no es necesariamente la mirada amorosa de Dios. El otro no puede ver nuestra alma, nuestros pensamientos, aspiraciones, planes. Por eso Jean-Paul Sartre argumentó que la mirada del otro siempre produce en nosotros la sensación de estar en peligro y avergonzado. La mirada del otro descuida nuestra posible actividad futura, incluidas las acciones nuevas e inesperadas: nos ve como un objeto ya terminado. Por eso, para Sartre, «el infierno son los demás». En su Ser y nada, Sartre describe la lucha ontológica entre uno mismo y el otro: trato de objetivar al otro y el otro trata de objetivarme a mí. Esta idea de lucha permanente contra la objetivación a través de la mirada del otro impregna nuestra cultura. El objetivo del arte no es atraer, sino escapar de la mirada del otro, desactivar esta mirada, convertirla en una mirada contemplativa, pasiva. Entonces uno se libera del control del otro, pero ¿en qué? La respuesta estándar es: en la vida verdadera. Según una cierta tradición vitalista, uno vive verdaderamente sólo cuando se encuentra con lo impredecible y siniestro, cuando se está en peligro, cuando se está al borde de la muerte.

Estar vivo no es algo que pueda medirse en el tiempo y protegerse. La vida se anuncia a sí misma sólo a través de la intensidad del sentimiento, la inmediatez de la pasión, la experiencia directa del presente. No por casualidad, los futuristas italianos y rusos como Marinetti y Malevich pidieron la destrucción de museos y monumentos históricos. Su objetivo no era tanto luchar contra el sistema del arte en sí, sino rechazar la actitud contemplativa en nombre de la vita activa. Como decían entonces los teóricos y artistas de las vanguardias rusas: el arte no debería ser un espejo, sino un martillo. Nietzsche ya había buscado «filosofar con un martillo». (Trotsky en Literatura y Revolución: “Incluso el manejo de un martillo se enseña con la ayuda de un espejo”). La vanguardia clásica quería abolir la protección estética del pasado y del status quo, con el objetivo de cambiar el mundo. Sin embargo, esto implicó el rechazo a la autoprotección, ya que este cambio se proyectaba como permanente. Así, una y otra vez los artistas de las vanguardias insistieron en la aceptación de la inminente destrucción de su propio arte por parte de las generaciones que les seguirían, que construirían un mundo nuevo en el que no habría lugar para el pasado. Esta lucha contra el pasado fue entendida por las vanguardias artísticas como también una lucha contra el arte. Sin embargo, desde sus inicios, el arte mismo ha sido una forma de lucha contra el pasado, siendo la estetización una forma de aniquilación.

En realidad, fue la Revolución Francesa la que convirtió las cosas que antes usaban la Iglesia y la aristocracia en obras de arte, es decir, en objetos que se exhibían en museos (originalmente el Louvre), objetos que solo se pueden mirar. El secularismo de la Revolución Francesa abolió la contemplación de Dios como la meta más alta de la vida y la reemplazó con la contemplación de objetos materiales «hermosos». En otras palabras, el arte en sí fue producido por la violencia revolucionaria y fue, desde sus inicios, una forma moderna de iconoclastia. De hecho, en la historia premoderna, un cambio de regímenes y convenciones culturales, incluidas las religiones y los sistemas políticos, conduciría a una iconoclasia radical: la destrucción física de objetos relacionados con formas y creencias culturales anteriores. Pero la Revolución Francesa ofreció una nueva forma de lidiar con las cosas valiosas del pasado. En lugar de ser destruidos, estas cosas fueron desfuncionalizadas y presentadas como arte. Es esta transformación revolucionaria del Louvre lo que Kant tiene en mente cuando escribe en Crítica del poder del juicio:

Si alguien me pregunta si encuentro hermoso el palacio que veo ante mí, bien puedo decir que no me gusta ese tipo de cosas…; en verdadero estilo rousseauesco podría incluso vilipendiar la vanidad de los grandes que derrochan el sudor del pueblo en cosas tan superfluas … Todo esto podría serme concedido y aprobado; pero eso no es lo que se trata aquí … No hay que estar en lo más mínimo parcializado a favor de la existencia de la cosa, sino que hay que ser enteramente indiferente al respecto para jugar al juez en materia de gusto.3

En otras palabras, la Revolución Francesa introdujo un nuevo tipo de cosas: herramientas desfuncionalizadas. En consecuencia, para los seres humanos, convertirse en una cosa ya no significaba convertirse en una herramienta. Por el contrario, convertirse en una cosa ahora podría significar convertirse en una obra de arte. Y para los seres humanos, convertirse en obra de arte significa precisamente esto: salir de la esclavitud, estar inmunizados contra la violencia.

De hecho, la protección de los objetos de arte se puede comparar con la protección sociopolítica del cuerpo humano, es decir, la protección que brindan los derechos humanos, que también fueron introducidos por la Revolución Francesa. Existe una estrecha relación entre el arte y el humanismo. Según los principios del humanismo, los seres humanos solo pueden ser contemplados, no utilizados activamente, no asesinados, violados, esclavizados, etc. El programa humanista fue resumido por Kant en su famosa afirmación de que en una sociedad laica e ilustrada, el hombre nunca debe ser tratado como un medio, sino sólo como un fin. Por eso consideramos la esclavitud como una barbarie. Pero usar una obra de arte de la misma manera que usamos otras cosas y mercancías también significa actuar de manera bárbara. Lo más importante aquí es que la mirada secular define a los humanos como objetos que tienen cierta forma, es decir, forma humana. La mirada humana no ve el alma humana, ese es el privilegio de Dios. La mirada humana solo ve el cuerpo humano. Así, nuestros derechos están relacionados con la imagen que ofrecemos a la mirada de los demás. Por eso estamos tan interesados ​​en esta imagen. Y por eso también nos interesa la protección del arte y por el arte. Los seres humanos están protegidos solo en la medida en que otros los perciben como obras de arte producidas por el más grande de los artistas: la naturaleza misma. No por casualidad, en el siglo XIX, el siglo del humanismo por excelencia, la forma del cuerpo humano era considerada la más hermosa de todas las formas, más hermosa que los árboles, los frutos y las cascadas. Y, por supuesto, los humanos son muy conscientes de su condición de obras de arte y tratan de mejorar y estabilizar esta condición. Los seres humanos tradicionalmente quieren ser deseados, admirados, mirados, sentirse como una obra de arte especialmente preciosa.

Alexandre Kojève creía que el deseo de ser deseado, la ambición de ser reconocido y admirado socialmente, es precisamente lo que nos hace humanos, lo que nos distingue de los animales. Kojève habla de este deseo como un deseo genuinamente “antropogénico”. Este es el deseo no por cosas particulares sino por el deseo del otro: «Así, en la relación entre hombre y mujer, por ejemplo, el Deseo es humano sólo si uno no desea el cuerpo sino el deseo del otro»4. Es este deseo antropogénico el que inicia y mueve la historia: «la historia humana es la historia de los Deseos deseados»5. Kojève describe la historia como movida por los héroes que fueron empujados al autosacrificio en nombre de la humanidad por este deseo específicamente humano: el deseo de reconocimiento, de convertirse en objeto de la admiración y el amor de la sociedad. El deseo de deseo es lo que produce la autoconciencia, así como, se puede decir, el «yo» como tal. Pero al mismo tiempo, este deseo de Deseo es lo que convierte al sujeto en un objeto, en última instancia, en un objeto muerto. Kojève escribe: «Sin esta lucha a muerte por puro prestigio, nunca habría habido seres humanos en la Tierra»6. El sujeto del deseo por el deseo no es «natural» porque está dispuesto a sacrificar todas sus necesidades naturales e incluso su existencia «natural» por la Idea abstracta del reconocimiento.

Aquí el hombre crea un segundo cuerpo, por así decirlo, un cuerpo que se vuelve potencialmente inmortal y protegido por la sociedad, al menos mientras el arte como tal esté protegido pública y legalmente. Podemos hablar aquí de la extensión del cuerpo humano por el arte, hacia la inmortalidad técnicamente producida. De hecho, después de la muerte de artistas importantes, sus obras de arte permanecen coleccionadas y expuestas, de modo que cuando vamos a un museo decimos: «Veamos Rembrandt y Cezanne» en lugar de «Veamos las obras de Rembrandt y Cezanne». En este sentido, la protección del arte extiende la vida de los artistas, convirtiéndolos en obras de arte: en el proceso de auto-estetización crean su propio cuerpo artificial nuevo como el objeto valioso, precioso que solo puede ser contemplado, no utilizado.

Por supuesto, Kojève creía que solo los grandes hombres, pensadores, héroes revolucionarios y artistas, podían convertirse en objetos de reconocimiento y admiración de las generaciones posteriores. Sin embargo, hoy en día casi todo el mundo practica la autoestetización, el autodiseño. Casi todo el mundo quiere convertirse en objeto de admiración. Los artistas contemporáneos trabajan a través de Internet. Esto hace que el cambio en nuestra experiencia contemporánea del arte sea obvio. Las obras de arte de un artista en particular se pueden encontrar en Internet cuando busco en Google el nombre del artista, y se me muestran en el contexto de otra información que encuentro en Internet sobre este artista: biografía, otras obras, actividades políticas, revisiones críticas, detalles de la vida personal del artista, etc. Aquí no me refiero al sujeto ficticio autorial que supuestamente reviste la obra de arte con sus intenciones y con significados que deberían ser descifrados y revelados hermenéuticamente. Este sujeto autoral ya ha sido deconstruido y proclamado muerto muchas veces. Me refiero a la persona real existente en la realidad fuera de línea a la que se refieren los datos de Internet. Este autor usa Internet no solo para producir arte, sino también para comprar boletos, hacer reservas en restaurantes, realizar negocios, etc. Todas estas actividades tienen lugar en el mismo espacio integrado de Internet, y todas ellas son potencialmente accesibles para otros usuarios de Internet.

Aquí la obra de arte se vuelve “real” y profana porque se integra en la información sobre su autor como persona real y profana. El arte se presenta en Internet como un tipo específico de actividad: como documentación de un proceso de trabajo real que tiene lugar en el mundo real fuera de línea. De hecho, en Internet el arte opera en el mismo espacio que la planificación militar, los negocios turísticos, los flujos de capital, etc.: Google muestra, entre otras cosas, que no hay paredes en el espacio de Internet. Un usuario de Internet no cambia del uso diario de las cosas a su contemplación desinteresada: el usuario de Internet usa la información sobre el arte de la misma manera en que usa la información sobre todas las demás cosas del mundo. Aquí las actividades artísticas finalmente se convierten en actividades «normales», reales, no diferentes de cualquier otra práctica útil o no tan útil. El famoso lema “el arte en vida” pierde su significado porque el arte ya se ha convertido en parte de la vida, una actividad práctica entre otras actividades. En cierto sentido, el arte vuelve a su origen, a la época en que el artista era un “ser humano normal”, un artesano o un animador. Al mismo tiempo, en Internet, todo ser humano normal se convierte en artista, produciendo y enviando selfies y otras imágenes y textos. Hoy, la práctica de la autoestetización involucra a cientos de millones de personas.

Y no solo los humanos mismos, sino también sus espacios de vida se han vuelto cada vez más protegidos estéticamente. Los museos, los monumentos e incluso grandes áreas de las ciudades se han protegido del cambio porque se han estetizado como pertenecientes a un patrimonio cultural determinado. Esto no deja mucho margen para cambios urbanos y sociales. De hecho, el arte no quiere cambios. El arte se trata de almacenamiento y conservación, por eso el arte es profundamente conservador. Es por eso que el arte tiende a resistir el movimiento de capital y la dinámica de la tecnología contemporánea que destruye permanentemente formas de vida y espacios de arte antiguos. Puede llamarlo “turbocapitalismo” o “neoliberalismo”; de cualquier manera, el desarrollo económico y tecnológico contemporáneo está dirigido contra cualquier política de protección motivada por la estética. Aquí el arte se vuelve activo, más específicamente, políticamente activo. Podemos hablar de una política de resistencia, de que la protección artística se convierta en una política de resistencia. La política de resistencia es la política de protesta. Aquí el arte pasa de la contemplación a la acción. Pero la resistencia es una acción en nombre de la contemplación, una reacción al flujo de cambios políticos y económicos que hacen imposible la contemplación. (En un seminario que impartí sobre la historia de las vanguardias, una estudiante española -creo que venía de Cataluña- quería escribir un artículo basado en su propia participación en un movimiento de protesta en su pueblo natal. Proteger la mirada tradicional de la ciudad contra la invasión de las marcas comerciales globales. Ella creía sinceramente que este movimiento era un movimiento de vanguardia porque era un movimiento de protesta. Sin embargo, para Marinetti esto sería un movimiento passeísta, precisamente lo contrario de lo que él quería.)

¿Cuál es el significado de esta resistencia? Yo diría que demuestra que la utopía venidera ya ha llegado. Demuestra que la utopía no es algo que tenemos que producir, que tenemos que lograr. Más bien, la utopía ya está aquí y debe defenderse. ¿Qué es entonces la utopía? Es un estancamiento estetizado, o mejor dicho, un estancamiento como efecto de una estetización total. De hecho, el tiempo utópico es un tiempo sin cambios. El cambio siempre se produce mediante la violencia y la destrucción. Por tanto, si el cambio fuera posible en la utopía, entonces no sería utopía. Cuando se habla de utopía, a menudo se habla de cambio, pero este es el cambio final y definitivo. Es el cambio de cambio a no cambio. La utopía es una obra de arte total en la que la explotación, la violencia y la destrucción se vuelven imposibles. En este sentido, la utopía ya está aquí, y está creciendo permanentemente. Se puede decir que la utopía es el estado final del desarrollo tecnológico. En esta etapa, la tecnología se vuelve autorreflexiva. Heidegger, como muchos otros autores, se asustó ante la perspectiva de este giro autorreflexivo porque creía que significaría la total instrumentalización de la existencia humana. Pero, como he intentado mostrar, la autoobjetivación no conduce necesariamente a la autoutilitarización. También puede conducir a una auto-estetización que no tiene ningún objetivo fuera de sí misma y, por lo tanto, es lo opuesto a la instrumentalización. De esta manera, la utopía secular realmente triunfa, como el cierre definitivo de la tecnología en sí misma. La vida comienza a coincidir con su inmortalización: el fluir del tiempo comienza a coincidir con su inmovilización.

Sin embargo, la reversión utópica de lo tecnológico sigue siendo una dinámica incierta debido a su falta de garantía ontológica. De hecho, se puede decir que el arte más interesante del siglo XX se dirigió hacia la posibilidad escatológica de la destrucción total del mundo. El arte de las primeras vanguardias manifestó una y otra vez la explosión y destrucción del mundo familiar. Por eso a menudo se le acusaba de disfrutar y celebrar una catástrofe mundial. La acusación más famosa de este tipo la formuló Walter Benjamin al final de su ensayo «La obra de arte en la era de su reproducibilidad tecnológica»7. Benjamin creía que la celebración de la catástrofe mundial, como la practicaba, por ejemplo, Marinetti, era fascista. Aquí Benjamin define el fascismo como el punto más alto del esteticismo: el disfrute estético de la violencia y la muerte últimas. De hecho, se pueden encontrar muchos textos de Marinetti que estetizan y celebran la destrucción del mundo familiar, y sí, Marinetti estaba cerca del fascismo italiano. Sin embargo, el goce estético de la catástrofe y la muerte ya fue discutido por Kant en su teoría de lo sublime. Allí Kant preguntó cómo era posible disfrutar estéticamente el momento del peligro mortal y la perspectiva de la autodestrucción. Kant dice más o menos lo siguiente: el sujeto de este goce sabe que este sujeto es razonable, y la razón infinita e inmortal sobrevive a cualquier catástrofe en la que perezca el cuerpo humano material. Es precisamente esta certeza interior -que la razón sobrevive a cualquier muerte particular- lo que le da al sujeto la capacidad de estetizar el peligro mortal y la catástrofe que se avecina.

El hombre moderno pos-espiritual ya no cree en la inmortalidad de la razón o del alma. Sin embargo, el arte contemporáneo todavía se inclina a estetizar la catástrofe porque cree en la inmortalidad del mundo material. Cree, en otras palabras, que incluso si el sol explotara, solo significaría que las partículas, átomos y moléculas elementales se liberarían de su sumisión al orden cósmico tradicional, y así se revelaría la materialidad del mundo. Aquí la escatología sigue siendo apocalíptica en el sentido de que el fin del mundo se entiende no sólo como la interrupción del proceso cósmico sino también como la revelación de su verdadera naturaleza.

De hecho, Marinetti no solo celebra la explosión del mundo; también deja explotar la sintaxis de sus propios poemas, liberando así el material sonoro de la poesía tradicional. Malevich inicia la fase radical de su práctica artística con su participación en una producción de la ópera Victoria sobre el sol (1913) en la que también participan todas las figuras destacadas de las primeras vanguardias rusas. La ópera celebra la desaparición del sol y el reinado del caos. Pero para Malevich, esto solo significa que todas las formas de arte tradicionales se destruyen y se revela el material del arte, en primer lugar, el color puro. Por eso Malevich habla de su propio arte como «suprematista». Este arte demuestra la supremacía suprema de la materia sobre todas las formas producidas natural y artificialmente a las que la materia estaba previamente esclavizada. Malevich escribe: «Pero me transformé en el cero de las formas y salí del 0 como 1.»8 Esto significa precisamente que sobrevive a la catástrofe del mundo (punto cero) y se encuentra al otro lado de la muerte. Posteriormente, en 1915, Malevich organizó la exposición “0.10”, presentando diez artistas que también sobrevivieron al fin del mundo y pasaron por el punto cero de todas las formas. Aquí no es la destrucción y la catástrofe lo que se estetiza, sino el resto material que inevitablemente sobrevive a tal catástrofe.

Jean-François Lyotard expresó poderosamente la falta de garantía ontológica en su ensayo «¿Puede continuar el pensamiento sin un cuerpo?» (1987). (Este ensayo fue incluido en un libro de Lyotard con el título apropiado El inhumano.) Lyotard comienza su ensayo con una referencia a la predicción científica de que el sol explotará en 4.500 millones de años. Escribe además que este cataclismo inminente es, en su opinión,

La única cuestión seria a la que se enfrenta la humanidad hoy. En comparación, todo lo demás parece insignificante. Guerras, conflictos, tensiones políticas, cambios de opinión, debates filosóficos, incluso pasiones, ya todo está muerto si esta reserva infinita de la que ahora sacas tu energía … se extingue con el sol.9

La perspectiva de la muerte de la humanidad parece distante, pero ya nos envenena y hace que nuestros esfuerzos carezcan de sentido. Entonces, según Lyotard, el problema real es la creación de nuevo hardware que pueda reemplazar el cuerpo humano, de modo que el software humano, es decir, el pensamiento, pueda reescribirse para esta nueva estructura de soporte de medios. La posibilidad de tal reescritura viene dada por el hecho de que «la tecnología no fue inventada por nosotros los humanos»10. El desarrollo de la tecnología es un proceso cósmico en el que los humanos solo participan de forma episódica. De esta manera, Lyotard abrió el camino para pensar en lo posthumano o lo transhumano de una manera que cambia el enfoque del software (actitudes, opiniones, ideologías) al hardware (organismo, máquina, sus combinaciones, procesos cósmicos y eventos).

Filippo Tommaso Marinetti’s book Les mots en liberté futuristes (1919).

Aquí Lyotard dice que el hombre debe ser superado, no para que pueda convertirse en el animal perfecto (el Übermenschen nietzscheano), sino para lograr una nueva unidad entre el pensamiento y su estructura de soporte inorgánica, inhumana, porque no animal. La reproducción natural del animal humano debe ser reemplazada por su reproducción mecánica. Aquí, por supuesto, se puede deplorar la pérdida del aura humanista tradicional. Sin embargo, Walter Benjamin ya aceptó la destrucción del aura, como una alternativa al momento aurático de la destrucción total del mundo.

Las prácticas artísticas y los discursos de la vanguardia clásica fueron, en cierto modo, prefiguraciones de las condiciones en las que nuestros propios segundos cuerpos artificiales, autoproducidos, existen en el mundo mediático contemporáneo. Los elementos de estos cuerpos (obras de arte, libros, películas, fotos) circulan globalmente de forma dispersa. Esta dispersión es aún más evidente en el caso de Internet. Si uno busca en Internet un nombre en particular, encuentra miles de referencias que no suman ninguna unidad. Por lo tanto, uno tiene la sensación de que estos cuerpos artificiales secundarios, diseñados por uno mismo, ya están en un estado de explosión a cámara lenta, similar a la escena final de Zabriskie Point de Antonioni. O tal vez estén en un estado de descomposición permanente. La eterna lucha entre Apolo y Dioniso, como la describe Nietzsche, conduce a un resultado extraño aquí: el cuerpo diseñado por él mismo se desmembra, se dispersa, se descentra, incluso se explota, pero aún conserva su unidad virtual. Sin embargo, esta unidad virtual no es accesible a la mirada humana. Solo los programas de búsqueda y vigilancia como Google pueden analizar Internet en su totalidad, y así identificar los segundos cuerpos de personas vivas y muertas. Aquí una máquina es reconocida por una máquina y un algoritmo es reconocido por otro algoritmo. Tal vez sea una prefiguración de la condición sobre la que nos advirtió Lyotard, en la que la humanidad persiste después de la explosión del sol.

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Una versión de este ensayo se presentó originalmente en el Walker Art Center como parte de Avant Museology, un simposio de dos días copresentado por el Walker Art Center, e-flux y la University of Minnesota Press.

Boris Groys es un filósofo, ensayista, crítico de arte, teórico de los medios y un experto de renombre internacional en el arte y la literatura de la era soviética, específicamente, la vanguardia rusa. Es profesor global distinguido de estudios rusos y eslavos en la Universidad de Nueva York, investigador senior en la Staatliche Hochschule für Gestaltung Karlsruhe y profesor de filosofía en la European Graduate School (EGS). Su trabajo involucra tradiciones radicalmente diferentes, desde el postestructuralismo francés hasta la filosofía rusa moderna, pero está firmemente situado en la unión de la estética y la política. Teóricamente, el trabajo de Groys está influenciado por varios filósofos y teóricos modernos y posmodernos, incluidos Jacques Derrida, Jean Baudrillard, Gilles Deleuze y Walter Benjamin.

1 Martin Heidegger, The Question Concerning Technology, and Other Essays (Nueva York: Harper Perennial, 2013).
2 Martin Heidegger, “El origen de la obra de arte”, en Basic Writings (Nueva York: Harper Perennial, 2008).
3 Immanuel Kant, Crítica del poder del juicio, ed. Paul Guyer, trad. Paul Guyer y Eric Matthews (Cambridge: Cambridge University Press, 2000), 90.
4 Alexandre Kojève, Introducción a la lectura de Hegel (Ithaca, NY: Cornell University Press, 1980), 5.
5 Ibíd, 6–7.
6 Ibíd., 6.
7 Walter Benjamin, La obra de arte en la era de su reproducibilidad tecnológica y otros escritos sobre medios (Cambridge, MA: Belknap Press, 2008).
8 Kazimir Malevich, «Sobranie sochinenii», vol. 1 (Moscú: Gilea, 1995), 34.
9 Jean-François Lyotard, The Inhuman: Reflexiones sobre el tiempo (Stanford: Stanford University Press, 1992), 9.
10 Ibíd., 12.

Texto recuperado de E-flux publicado originalmente Journal #82 – Mayo 2017

cortazar

Entrevista: Julio Cortázar como lector

Entrevista realizada por Sara Castro-Klaren a Julio Cortázar en el verano de 1976, en Saignon, Francia. Publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, ns. 364-366, octubre-diciembre, 1980, Madrid.

Lectura original: https://lecturia.org/referencia/julio-cortazar-lector-conversacion-julio-cortazar/1060/


SCK: Tal vez sería interesante empezar por hablar de tus hábitos de lector en un sentido físico social. ¿Cómo llega un libro a tus manos? ¿Lees libros que compras, que sacas de la biblioteca, que te prestan, que te regalan, que te mandan?

JC: Mis primeros libros me los regaló mi madre. Fui un lector muy precoz y, en realidad, aprendí a leer por mi cuenta, con gran sorpresa de mi familia, que incluso me llevó al médico porque creyeron que era una precocidad peligrosa y tal vez lo era, como se ha demostrado más tarde. Muy pronto me dediqué directamente a sacar los libros que encontraba en las bibliotecas de la casa. Con lo cual muchas veces leí libros que estaban al margen de mi comprensión a los siete, ocho, nueve años de edad. Pero otros, en cambio, me hicieron mucho bien, porque eran libros en alguna manera superiores a mis posibilidades, pero que me abrían horizontes imaginarios absolutamente extraordinarios. Con las ideas que había en la gente de mi generación, las lecturas de los niños se graduaban mucho. Hasta cierta época eran los cuentos de hadas y después las novelas rosa, y sólo en la adolescencia, los muchachos y las muchachas podían empezar a entrar en un tipo de literatura más amplio. Yo franqueé mucho antes todas esas etapas, y la verdad es que mis primeros recuerdos de libros son una mezcla de novelas de caballería, los ensayos de Montaigne, por ejemplo, que creo leí a los doce años, fascinado. No sé hasta qué punto podía comprenderlos. Pero recuerdo que los leí íntegramente en dos enormes tomos encuadernados y en traducción española. Y eso se mezclaba con novelas policiales, las aventuras de Tarzán, que me fascinaron en aquella época; Maurice Leblanc, y luego la gran sacudida de Edgar Allan Poe.

Pero me estoy saliendo de tu pregunta: ¿cómo llega un libro a mis manos? Sigue llegando de muchas maneras. Están los que yo consigo por mi cuenta cuando paso por una librería y me gusta un libro sin haberlo hojeado demasiado. Hay una especie de contacto simpático en el sentido mágico de la palabra; hay algo que me dice que tengo que comprarlo. No siempre acierto, pero muchas veces sí. Y luego en estos momentos, por razones obvias, medio mundo me manda libros, y soy el hombre más odiado por el correo francés y por sus pobres carteros: llegan todos los días a mi casa con cantidades enormes de paquetes de libros y revistas que vienen de toda América latina, de Estados Unidos, de Francia, de Bélgica e incluso de países cuyos idiomas no puedo leer, pero cuyos autores, que me han leído en traducción, consideran necesario mandarme sus publicaciones, que yo regalo o pongo en la biblioteca, pero sin poder enterarme de una sola palabra de lo que dice ese lejano amigo búlgaro, checo o polaco.

SCK: Una vez que el libro está dentro de tu ámbito físico, ¿qué le pasa? ¿Cuándo lo lees? ¿Lo lees en casa o en el metro? ¿Lees un solo libro o varios al mismo tiempo? ¿Los terminas siempre, aunque te hayan dejado de interesar?

JC: Cuando un libro está en mis manos, desgraciadamente le pasan cosas malas casi siempre, porque estoy en una época de mi vida en que cada vez tengo menos tiempo. Por razones que no son literarias, que tienen que ver con todo el destino de América latina, con todas las cosas que yo trato de hacer o que me piden que trate de hacer, y que supone con frecuencia muchas horas de reuniones, de escritura, de lectura de documentos, y además largos viajes en el curso de los cuales no me puedo concentrar en la lectura. En la medida de lo posible, esos libros que quiero realmente leer, los dejo ahora en una especie de rincón privilegiado donde los veo con los ojos del deseo, y en cuanto sé que tengo un hueco, tres o cuatro horas que pueden ser bastante mías, entonces los leo, si puedo los leo en mi casa. Hubo una época en que, por razones de mayor resistencia física, podía leer en el metro, en los cafés. Puedo hacerlo ahora también, pero con una menor concentración. Prefiero estar en mi casa y leerlo tranquilo. Además, desde muy joven adquirí una especie de deformación profesional, es decir, que yo pertenezco a esa especie siniestra que lee los libros con un lápiz al alcance de la mano, subrayando y marcando, no con intención crítica. En realidad alguien dijo, no sé quién, que cuando uno subraya un libro se subraya a sí mismo, y es cierto. Yo subrayo con frecuencia frases que me incluyen en un plano personal, pero creo también que subrayo aquellas que significan para mí un descubrimiento, una sorpresa, o a veces, incluso una revelación y, a veces, también una discordancia.

Las subrayo y tengo la costumbre de poner al final del libro los números de las páginas que me interesan, de manera que algún día, leyendo esa serie de referencias, puedo en pocos minutos echar un vistazo a las cosas que más me sorprendieron. Algunos epígrafes de mis cuentos, algunas citaciones o referencias salen de esa experiencia de haber guardado, a veces durante muchos años, un pequeño fragmento que después encontró su lugar preciso, su correspondencia exacta en algún texto mío.

SCK: Antes, en la Argentina, ¿tenías hábitos de lectura diferentes a los de ahora? —Me imagino que ahora tendrás mucho menos tiempo para leer que en tus días de maestro de provincia o de traductor oficial— ¿Cómo te ha afectado la necesidad de seleccionar con criterios diferentes a los de tus años de escritor desconocido?

JC: En principio leo un solo libro, pero quizá para tu sorpresa, leo más poesía que prosa, más ensayos que ficción, más antropología que literatura pura; sucede que, a veces, llevo adelante paralelamente dos cosas muy diferentes. Por ejemplo, en el momento en que te grabo esto estoy leyendo un libro de poemas de Robert Duncan y, al mismo tiempo, un libro de cuentos de Piérrette Flétaux. Me hace bien pasar de uno a otro. No sé, tengo la impresión de que los libros se estimulan, que hay una interacción y que, con bastante frecuencia, esos dos libros que leo, si no simultáneamente, consecutivamente, son dos libros que son amigos, que han nacido para sentirse bien el uno con respecto al otro, aunque haya una diferencia total como puede haber entre los poemas de Duncan y los cuentos de Piérrette Flétaux.

Otro detalle de deformación profesional es que, en principio, yo termino siempre un libro, aunque me parezca malo. Hubo una época en que esto fue una obsesión y hoy lo lamento, porque he leído muchos novelones y muchos libros de poemas insoportables, confiando siempre en que, en las últimas diez páginas encontraría el gran momento, algo que rescataría la totalidad de la obra. Alguna vez pudo haber sucedido, pero en la mayoría de los casos, cuando cincuenta páginas de un libro son malas, es difícil que el resto se salve. Es como un match de box: si hay una primera mitad que es mala, sólo un milagro puede cambiar la cosa en la segunda mitad. De manera que ahora que tengo menos tiempo, que estoy en los días en que voy a cumplir sesenta y dos años, —te das cuenta, ¿no?, ahora puedo decir «Sesenta y dos, modelo para desarmar»— sucede que algunos libros no los termino. Los latinoamericanos, los jóvenes, me mandan novelas y libros de poemas que, con alguna frecuencia, me parecen malos hacia el primer tercio del libro, y entonces me limito a guardarlos y no los termino.

SCK: ¿Lees mientras escuchas música, o hablas por teléfono, o esperas en el aeropuerto?

JC: Jamás he podido leer escuchando música, y ésta es una cuestión bastante importante, porque tengo amigos de un nivel intelectual y estético muy alto para quienes la música, que en ciertas circunstancias puedan escuchar concentrándose, es al mismo tiempo una especie de acompañamiento para sus actividades. Esto lo comprendo muy bien en el caso de los pintores: tengo amigos pintores que pintan con un disco de fondo o la radio. Pero en el caso de la lectura, yo creo que no se puede leer escuchando música, porque eso supone un doble desprecio o un desprecio unilateral: o se desprecia la música o se desprecia lo que se está leyendo. La música es un arte tan absoluto, tan total como la literatura, y el músico exige que se le escuche a full time lo mismo que cualquiera de nosotros cuando escribimos. Personalmente me apenaría, me decepcionaría, enterarme de que alguien, a quien estimo intelectualmente ha leído un libro de cuentos míos al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga de Bach o una ópera de Bertold Brecht. En cambio puedo, sí, leer mientras espero en un aeropuerto o a alguien en un café, porque ésos son los vacíos, los tiempos huecos que uno no ha buscado por sí mismo, sino que los horarios de la vida, digamos, te condenan de golpe a media hora de espera; y entonces, tener un libro en el bolsillo y concentrarse en él, en ese momento, por un lado anula el tiempo del reloj y, por otro lado, te crea una sensación de plenitud. Y no esa especie de mala conciencia que, también por deformación intelectual, tengo yo, en el sentido de que si me paso mas de diez minutos sin hacer algo, sea lo que sea, tengo la impresión de que soy ingrato con ese hecho maravilloso que es estar viviendo, tener ese privilegio de la vida. Y es algo que siento cada vez más, mientras mi vida se acorta y va llegando a su término ineluctable, si me permitís la palabra tan cursi.

Desde luego, en mi juventud en la Argentina, mis hábitos de lectura eran obligadamente diferentes. Tenía mucho más tiempo en mis días de maestro o profesor de provincia o de traductor oficial, y eso, evidentemente, me ha obligado actualmente a seleccionar de una manera mucho más draconiana lo que leo. Por ejemplo, hubo una época en mi vida en que, al margen de la literatura para mí importante —la gran poesía, la gran novelística—, yo encontraba tiempo y momentos para leer una incontable cantidad de tonterías. Por ejemplo, entre los dieciocho y los veintiocho años me convertí en un verdadero erudito en materia de novela policial. Incluso, con un amigo, hicimos la primera bibliografía crítica del género de la novela policial, que dimos a una revista cuyo primer número no alcanzó a salir, lo cual es una lástima, porque era bastante interesante. Sobre todo, porque le habíamos hecho un prólogo firmado por un falso erudito inglés (nosotros dos, naturalmente) y que hubiera impresionado profundamente a muchos intelectuales argentinos. Llegó un día en que la novela policial completó en mí su ciclo y la abandoné después de haber leído, todas las obras maestras del género de aquella época.

Hay ciertos campos de la literatura, como eso que llaman la ciencia ficción, que ignoro profundamente. He leído tres o cuatro de los libros más famosos porque me parecía necesario, e incluso encontré buenas cosas en ellos. Pero como no es un género que me parece fundamentalmente importante en la literatura, también lo dejé de lado.

Eso lo hice con otras cosas en la vida: lo hice con el ajedrez, que es un juego qué me apasionó de joven, pero que un buen día me empezó a tomar demasiado tiempo y entonces lo eliminé.

Actualmente leo con un criterio bastante severo; es decir, que completo algunas lagunas: leo esos clásicos que se me fueron pasando a lo largo de la vida, o bien leo cosas actuales, contemporáneas, pero buscando acertar en lo posible con libros que no me hagan perder tiempo.

SCK: ¿Lees o leías muchas revistas y periódicos? Al estudiar Rayuela, pongamos por ejemplo, como mapa de tus lecturas, me llevé la impresión de que seguías lecturas sobre física, química y matemáticas. Mencionas cosas de Planck y de Heisenberg. Un colega mío me ha observado de que eso podría ser una especie de turismo de la ciencia, hoy común entre muchos escritores. ¿Hasta qué punto te interesan las ciencias?

JC: No soy un gran lector de revistas y periódicos, pero llega una cantidad tan enorme a mi casa, que finalmente he comprendido que las revistas latinoamericanas, sobre todo, son importantes en la medida en que por lo menos una lectura en diagonal, una visión general del sumario y un vistazo a los artículos más importantes, son una puesta al día de un montón de cosas que los libros y la mera información no pueden darte. Entonces, cuando me llega un número de Plural, o un número de Cambio, o un número de cualquier revista norteamericana como Review y tantas otras, las miro y me detengo a veces largamente en algún artículo que me interesa por múltiples razones.

SCK: ¿Eres rutinario y fiel lector del diario? ¿Te puedes pasar varios días sin leer siquiera Le Monde? Cuando estás viviendo en París, ¿lees diarios extranjeros como cosa habitual?

JC: En cuanto a los periódicos, como prácticamente lo hace toda la población de Francia, leo Le Monde, que es ese diario que en veinte minutos te da una síntesis de tipo mundial, relativamente objetiva como puede darla cualquier diario de este mundo, y que me permite estar un poco al tanto de lo que está sucediendo fuera del lugar donde me encuentro.

Ahora, al final de estas preguntas que me estás haciendo, decís algo que quiero aclarar porque me parece que es una cuestión de honestidad: las menciones de físicos, de científicos como Plank y de Heisenberg que hay en Rayuela responden, sí, a eso que tu colega llama «un turismo de la ciencia». Pero es un turismo que no es completamente gratuito, porque a lo largo de mi vida, siempre que he podido acercarme a esos artículos de divulgación en donde problemas de física pura o alta matemática son presentados de manera de que alguien como yo, que ignora la física y las matemáticas puede, de todas maneras, tener una idea global y general de la cosa, los he leído siempre apasionadamente porque su reflejo sobre la literatura me parece evidente y total.

Es el mismo caso de la filosofía: yo no soy capaz de leer, en su texto original, los grandes textos de la metafísica de Heidegger. Pero, en cambio, he podido leer conferencias de Heidegger en donde él simplifica su punto de vista.

Como es el caso también de Einstein y su teoría de la relatividad. Y de ciertos textos de Heisenberg y de Oppenheimer. Esos textos que te ponen un poco más al alcance de la mano los grandes descubrimientos, las grandes entrevisiones de la matemática y la física moderna tienen una tal relación con nuestra visión literaria y poética, con nuestra nueva manera de sentir e interpretar la realidad como una cosa infinitamente más porosa y menos escolástica que en el siglo XIX y los precedentes, que estoy contento de haber hecho ese «turismo de la ciencia». Las citas que hay en Rayuela espero que no te den una impresión de pedantería; o sea que te puedan dar la falsa impresión de que yo pretendo conocer a fondo esos textos. No, desde luego que no los conozco. Son simples citas, referencias, frases que en un momento dado han sido para mí una revelación, una iluminación.

Es un poco el caso también de la metafísica oriental: el budismo Zen, por ejemplo, que durante muchos años, en la época de Rayuela, seguí a través de los textos de Suzuki que en aquel momento llegaba a Francia y podía ser leído en inglés y en francés, y que significó para mí una tremenda sacudida de tipo existencial. Y cuando digo existencial pienso también en mi paciencia bastante meritoria de haber intentado descifrar largos textos muy difíciles y muy abstrusos de Jean Paul Sartre. Y todo eso para mí ha sido una especie de coagulación de muchas cosas necesarias para la literatura. Creo que el novelista que sólo vive en un campo de novelas, o el poeta que sólo vive en un campo de poesía, tal vez no sean grandes novelistas ni grandes poetas. Creo en la necesidad de la apertura más amplia. En el fondo mi gran parangón, mi gran ejemplo ideal en este caso es alguien como Leonardo da Vinci; es decir, un Leonardo que lo mismo se interesa por la conducta de una hormiga que circula en una pared y cuyos movimientos le preocupan porque no los comprende racionalmente, y que dos minutos después está en condiciones de elaborar una teoría estética basada en altas matemáticas, en nociones de perspectivas, etc. Yo no soy Leonardo, mi plano es muchísimo más modesto, pero Rayuela es, de alguna manera, una tentativa de visión leonardesca. Es decir, esa nostalgia que fue la gran nostalgia, el gran deseo del Renacimiento; es decir, una especie de mirada universal que todo lo comprendiera. Yo no comprendo nada, pero el deseo estaba ahí y la intención también.

SCK: En América latina existen dos tipos principales de escritores en cuanto lectores. Los que leen poco o dicen leer poco y, por tanto concluyen que su obra está exclusivamente forjada por la intuición. Los otros, como Borges, Sarmiento y tú, para mencionar sólo argentinos, son voraces lectores. Sin embargo, tú has dicho en más de una ocasión que escribes cuando, en el momento más inesperado, entras en el swing. También has dicho que te consideras un intuitivo. ¿Podrías hablar sobre lo que para ti constituye la relación entre ese swing o intuición y su trasfondo en tu conciencia o experiencia de lector?

JC: Aquí planteas una cuestión que puedo contestarte, creo, con bastante claridad. Es cierto que hay gente que pretende proteger su intuición manteniéndose en un cierto plano de ignorancia. Esa gente no tiene nada que ver conmigo. Tengo la impresión de que intuición es una facultad que se gana, que se mantiene, y sobre todo, que se incrementa a base de una especie de honestidad profunda frente a la realidad; es decir, tratar en la medida de lo posible de estar abierto a lo que pasa, a lo que se ve, a lo que se siente sin anteponerle anteojeras de tipo erudito, de tipo escolástico, eso que se llama «la educación» e incluso «la cultura». Pero dicho esto, pienso que un hombre culto que, al mismo tiempo, tenga esa honestidad, esa apertura franca y abierta, tiene mucha más ventaja que un hombre ignorante por lo que se refiere al alcance, en último término, de su intuición. Los niños son intuitivos por naturaleza, pero su intuición no va demasiado lejos. Lo importante es saber guardar esa calidad intuitiva del niño, esa virginidad de la mirada, del olfato, de los sentimientos, y reforzarla a lo largo de la vida con la cultura, con el paralelismo de millones de cosas que se van acumulando en la memoria, que se van entretejiendo entre ellos y que facilitan la intuición.

Por eso, cuando yo he dicho, y tú lo citas aquí, que escribo en esos momentos bastante inesperados en que entro en una especie de swing, es absolutamente cierto. Por ejemplo, estos dos últimos días los he pasado trabajando en un cuento que terminé anoche y que revisé y empecé a copiar en una primera versión esta mañana y que nació, como de costumbre en mi caso, por un swing, es decir, una especie de idea básica de cuyo final no tenía yo una noción precisa y que me obligó a ponerme en la máquina y olvidarme bastante de lo que sucedía en torno de mí hasta terminarlo. Pero, sin embargo, cuando lo releí esta mañana pude perfectamente darme cuenta que todo lo que pueda haber de intuitivo, de espontáneo en ese swing, esa manera de escribir que me conocés bien, está apoyado, respaldado y controlado por una cultura, un backround que me impide caer en eso tan frecuente en los escritores que se inician; es decir, el hecho de mezclar, indiscriminadamente, momentos muy felices, intuiciones extraordinarias seguidas de una serie de tonterías, de repeticiones, de adjetivación inútil, de explicar cosas que no hay que explicar, de repetir cosas que no había que repetir. Es decir, que mi sentido de autocontrol, de la autocrítica es un sentido absolutamente cultural que yo, por supuesto, no tenía cuando era joven. Me basta para eso releer textos míos escritos a los dieciocho años. En este momento el swing sigue operando porque yo cuido mi intuición por sobre todas las cosas y, por lo tanto, espero el swing, espero ese sentimiento rítmico que me lleva al trabajo. Pero detrás de eso y, sobre todo, en el momento de darle el visto bueno está todo el aporte de muchos, muchos años de vida de equivocaciones o de aciertos, de comparaciones, de paralelismo y unas cuantas decenas de miles de libros leídos que no puedo recordar en detalle, pero que están allí en esa memoria que, como la del Funes de Borges, en el fondo guarda todo, hasta la última hojita de un árbol.

SCK: La obra de Borges ha sido calificada de ser un ejercicio de agotamiento de la literatura. Uno de tus personajes de Rayuela (p. 503) dice: «¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?» ¿Cómo difiere para ti la literatura de tus lecturas? Y si no difiere, ¿qué relación guarda tu propósito destructivo, con la lectura de obras que tú consideras afines a la tuya? Digamos, por ejemplo, la obra de Durrell (Alexandria Quartet), Queneau (Les Fleurs Bleues), Breton (Nadja), Butor (Mobile o L’Emploi du temps), Nabokov (Pale Fire).

JC: Esto que estoy diciendo creo que empalma con tu pregunta con respecto a esa frase de uno de los personajes de Rayuela, que dice: «¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?» Esto hay que entenderlo como una paradoja, si querés. Es decir, cuando se habla allí de literatura, se está hablando justamente de la literatura no intuitiva, de la literatura únicamente basada en la cultura. Lo que yo podría llamar la literatura de herencia. Supongo que sabés muy bien, que conocés muy bien esos escritores que pueden escribir una obra bastante decorosa, pero que basta rastrear un poco para darse cuenta de que no contiene absolutamente nada de original, sino que es una habilidad estilística lograda escolarmente y experimentalmente, y luego apoyada en una serie de valores heredados y de ninguna manera en aperturas que aquí podemos calificar de destructivas en la medida en que son nuevas, en que ponen en crisis toda una manera de ver el mundo, toda una manera de concebir la relación entre los seres humanos, una especie de «disjunción», si existe la palabra, una especie de salir por la ventana en vez de salir por la puerta, o quizá salir por el espacio que existe entre la puerta y la ventana. Ese es el escritor que yo he tratado de ser y que quizá, en algunos momentos, he podido ser; acaso en algunos momentos de Rayuela, justamente. En ese sentido, de ninguna manera tienes que entender en esa frase una intención ilícita; es decir, yo no soy alguien que quiere destruir la literatura por la literatura misma. Está implícita en esa frase la noción de lo que yo considero literatura mala o inútil: digamos inútilmente repetitiva. Y es por eso, te lo digo incidentalmente, —a lo mejor más adelante me preguntás sobre eso— no sé, es por eso que siempre me ha fascinado, en la literatura y en las artes, todo lo que es marginal, todos los francotiradores: los pequeños escritores que en un libro o dos, y a veces en muy pocos textos, han conseguido lo que luego grandes académicos con 25 tomos no consiguieron jamás. Es decir, que la obra de un Alfred Jarry, con todo lo que tiene de mediocre en muchos planos, alcanza en algunas instancias lo que no consiguen las obras completas de François Mauriac. Y entonces Jarry y Daumal o tantos otros, o Boris Vian, me interesarán a mí infinitamente más que los François Mauriac. Y es por eso que, por ejemplo, en el plano del Río de la Plata, me interesa alguien como Felisberto Hernández.

SCK: ¿Existiría algún paralelo entre el lector macho, es decir, edificador de un orden, con el escritor capaz de destruir la literatura para conseguir desde ahí elaborar una nueva obra? ¿Qué tipo de lector (hembra/macho) eras tú, digamos, al leer Don Quijote, Dr.Fausto, Impressions d´Afrique, Nostromo, The Alexandrian Quartet, Zazie dans le metro?

JC: No comprendo demasiado esa referencia a un posible paralelo entre el lector macho, es decir, edificador de un orden, según vos, con el escritor capaz de destruir la literatura para conseguir desde allí elaborar una nueva obra. Creo que estás mezclando elementos heterogéneos. En todo caso no lo comprendo demasiado. Cuando me preguntás qué tipo de lector —si lector hembra o lector macho— era yo cuando leía una serie de libros que citás, empezando por El Quijote, te diré que yo como lector nunca tengo una actitud agresiva que parecería a priori ser el signo de la virilidad. Aunque todo esto, sabemos muy bien que es un juego muy relativo. Mi conducta de lector, tanto en mi juventud como en la actualidad, es profundamente humilde. Es decir, te va a parecer quizá ingenuo y tonto, pero cuando yo abro un libro lo abro como puedo abrir un paquete de chocolate, o entrar en el cine, o llegar por primera vez a la cama de una mujer que deseo; es decir, es una sensación de esperanza, de felicidad anticipada, de que todo va a ser bello, de que todo va a ser hermoso. No tengo ninguna prevención previa. Y te lo digo porque estoy acostumbrado a hablar con lectores que abren un libro casi como quien pega una bofetada: es decir, están enojados por adelantado. Si el libro es realmente muy bueno, los aplasta y los vence. Pero, en la mayoría de los casos, su actitud es agresiva y se diría casi que están esperando que el libro sea malo y que ese va a ser el gran triunfo de ellos como lectores si es que el libro es malo, para que les sea posible decir después que es malo. Eso se advierte con frecuencia en la crítica de tipo periodístico. Es cierto que cuando se habla de crítica periodística el adjetivo anula al sustantivo, si crítica es sustantivo… vos sabés que yo en materia de gramática soy un animal. Pero para volver a lo mío, mi actitud es una actitud ingenua y me alegro profundamente de eso. Me alegro de que cuando abro un libro lo abro como una especie de premonición de goce, de que todo va a estar muy bien. Y claro, si las cosas no salen así, bueno, abandono el libro o lo termino con una cierta decepción. Pero no importa, en ese sentido soy un gran cronopio… ¿te acuerdas aquello de que los cronopios cuando viajan, aunque todo les salga mal siempre están convencidos de que todo está bien y que la ciudad es muy linda, y que a todo el mundo le sucede lo mismo y que ellos no son ninguna excepción? Bueno, a mí me pasa lo mismo leyendo…

SCK: ¿Al leer estás consciente de que utilizas abordajes distintos a diferentes géneros o tipos de discurso? Pongamos, al leer, Paradiso de Lezama Lima, te vas perfilando en un tipo de conciencia lectora diferente de la que se te formaría al leer un libro de Wittgenstein?

JC: Por lo que te dije antes, tu pregunta no tiene ya mayor sentido. Cuando leo un libro, no me pongo nunca en lo que llamas «un tipo de conciencia lectora», diferente o especializada, tanto si se trata de Paradiso o de un libro de Wittgenstein. En los dos casos los asumo con la misma actitud ingenua y esperanzada. Es evidente que luego el libro influye en vos y te obliga a adoptar ciertos módulos, seguir ciertos parámetros, ser más serio o estar en una actitud de ensoñación mayor, leerlos con un margen más grande de imaginación o literalidad. Pero mi actitud central es exactamente la misma frente a cualquier cosa que lea; es decir, no hay presupuesto, no hay ningún a priori. Yo abro un libro sin tener en cuenta, en principio, el tipo de literatura o de ciencia o de poesía que voy a encontrar dentro.

SCK: ¿Qué huella ha dejado entre tus estrategias de lectura el haber trabajado en traducciones?

JC: Bueno, ha debido dejarme muchas huellas en materia de lectura. Hay una, a veces bastante desagradable y es que cuando yo leo traducciones, digamos, el conocimiento profesional de la técnica de la traducción hace que yo sea hipersensible a los macaneos del traductor; macaneos que conozco demasiado bien por cuanto yo soy uno de los muchos que ha macaneado como traductor. No hay traductor perfecto, y con mucha frecuencia me molesta cuando leo una traducción del inglés o del francés si no tengo el original a mano; me molesta ver las imperfecciones, los malentendidos, las pequeñas torpezas por una falta de conocimiento del lenguaje oral o por un simple descuido. Pero al margen de eso, yo no creo que el hecho de traducir haya modificado mi conducta de lector, porque la magia de lo que estoy leyendo me atrapa enseguida y luego en algunas páginas ya no sé si estoy leyendo un original o una traducción, depende simplemente de la calidad del libro, de que él consiga poseerme lo suficiente como para que yo me olvide de la letra y esté profundamente metido en la textura total del libro, ya sea en versión original o traducida.

SCK: Creo que ha sido en La Vuelta donde dijiste que habías leído Impressions d’Afrique en un verdadero estado de alucinación. ¿Qué otras lecturas te han provocado una reacción parecida? ¿Qué otras de Roussel has leído?

JC: Es cierto, hay obras que crean en mi un estado alucinatorio. Ese mismo estado que luego, en el curso de mi vida, se puede desencadenar mientras estoy viajando en el metro, o hablando con alguien o tomando café, o despertándome; una especie de estado de pasaje en que me coloco del otro lado del puente y veo las cosas de otra manera. Eso a veces, en mi caso, da un cuento o un comienzo de una novela. Como lector, la impresión, la sensación, el estado alucinatorio me lo provocan ciertos libros, y Impressions d’Afrique, de Roussel, lo mismo que Locus solus, son dos excelentes ejemplos.

Como mi memoria declina, en este momento no te puedo decir qué otras lecturas han podido provocar en mí una reacción parecida salvo, —y te vas a reír mucho—- La Ilíada. Fijate que yo leí La Ilíada a los dieciocho años en una versión española basada en la traducción francesa de Leconte de Lisle, es decir, la versión de una traducción. Bueno, a pesar de todas las mediaciones que eso significaba, la lectura de La Ilíada fue para mí un choque tan tremendo que recuerdo que avancé en la lectura, sobre todo hacia la última etapa del desenlace, la lenta aproximación al combate final de Héctor y Aquiles, en un estado que puedo perfectamente llamar alucinatorio. Incluso recuerdo que en mi casa se habían dado cuenta de eso y andaban un poco preocupados porque, desde luego, yo daba vueltas como un zombi por la casa y lo único que me interesaba era volver a mi habitación para terminar la lectura. Eso, claro, tiene mucho que ver con la ingenuidad de la juventud.

He releído La Ilíada en mejores traducciones, y aunque la impresión ha sido siempre prodigiosa, ya no había, digamos, ese estado prácticamente anormal en que uno deja de vivir en sus condiciones habituales para pasar a un estado en el que todo es posible y por donde entran las cosas más inesperadas, más extrañas y a veces más maravillosas.

Ahora, por un juego de la memoria, me viene un recuerdo de fines de mi juventud, cuando leí Taras Bulba, de Gogol. Recuerdo el estado de emoción profunda en que llegué al final. Todos los episodios últimos, y eso también vale para las grandes novelas de Dostoievski, me sorprendieron en un estado en el que yo no era, no estaba en condiciones normales. En ese caso, cada uno de esos autores, cada una de esas obras descargaba en mí un contenido que me sacaba totalmente de mi vida, de mi manera de ser y de mi manera de pensar.

Cuando algunos lectores míos me han escrito para decirme que libros como Rayuela y Sesenta y dos, y algunos cuentos habían provocado en ellos sensaciones y estados parecidos, yo he tenido siempre un sentimiento maravilloso de recompensa. Como si, a mi vez, me hubiera sido dado, con respecto a algunas personas, crear, despertar, desatar ese mundo diferente que crea una lectura, que crea un universo de ficción.

SCK: En Rayuela uno de tus personajes habla de que lleva el surrealismo en la memoria. La relación de tu búsqueda con la del surrealismo en cuanto ambas intentan una integración de la filosofía con la literatura ha quedado ya establecida por la crítica. Lo que no se ha tomado en cuenta es la relación del surrealismo con los poetas románticos ingleses. Digo, de los visionarios. ¿Qué lugar ocupan en tu biblioteca?

JC: Con respecto al surrealismo, tenés razón al decir que mucho de lo que me toca ya ha sido bastante bien estudiado y establecido por la crítica.

Ahora, con respecto a la relación del surrealismo con los poetas románticos ingleses, yo no la veo de una manera objetiva. Mi reacción ha sido diferente en los dos casos, aunque los leí paralelamente porque mi descubrimiento del surrealismo allá en Buenos Aires coincidió con el de los poetas románticos ingleses. Pero creo recordar, y es un sentimiento que mantengo hoy, una diferencia bastante precisa. Lo que podemos llamar los visionarios de la poesía romántica inglesa no alcanzan, para mí, la especial dimensión que tiene el surrealismo francés, aunque van mucho más allá que él en algunos planos. Yo creo que los momentos mas altos de William Blake, y en otro terreno de Shelley, y sobre todo de John Keats, van mucho más allá de lo que pueden haber escrito o entrevisto los surrealistas franceses contemporáneos. Pero es un más allá diferente; un más allá dentro de una línea—diríamos— tradicional, dentro de la noción humanística del hombre; como salir de la tierra para llegar a la luna siguiendo una continuación coherente. En el caso de los surrealistas franceses, no se trata de salir de la tierra para llegar a la luna, sino de salir de la tierra para volver a ella y encontrarla diferente: el «il faut changer la vie», de Rimbaud. Y si te cito a Rimbaud, sabés muy bien que aunque no se le puede incluir concretamente entre los surrealistas, éstos últimos no existirían sin él. Y en el fondo, Rimbaud contiene el árbol como lo contiene la semilla; es decir, todo está ya en él.

SCK: ¿En que época leíste a los románticos de habla inglesa: Blake, Poe, Keats? ¿Los leíste en conjunto o se te han ido presentando desconectadamente a través de los años?

JC: Bueno, primero fue Poe de niño; leí los cuentos en español y luego los poemas, también en la famosa traducción de Blanco Belmonte, que circulaba en las casas de nuestros padres y nuestros abuelos. Cuando aprendí por mi cuenta el inglés, llegué a Blake y a Keats casi enseguida. Casualidades: probablemente debo haberme enterado de su existencia en historias de la literatura, artículos que uno lee en la juventud, y fui encontrando en librerías las obras de ellos. Nunca los leí de manera sistemática. Se me presentaron siempre desconectadamente antes o después. Por ejemplo, la lectura de Keats me llevó más sistemáticamente a los isabelinos; por la gran admiración que él tenía por Shakespeare, para empezar. Y luego, el ciclo isabelino me llevó a leer a Philip Sidney, por ejemplo; a ver cómo era la famosa traducción de Homero de Chapman, que tanto había impresionado a Keats y que le hizo escribir el maravilloso soneto en donde al final confunde a Balboa con Cortés. Y de allí pasé a los sonetistas: a Walter Raleigh, a toda la gente del ciclo isabelino. Y por ahí llegué a John Donne, que también ha sido una de las grandes experiencias de mi vida. A pesar de la dificultad de interpretación que tengo con Donne, porque su inglés es realmente muy difícil y nunca tuve paciencia como para leerlo con diccionario y trabajo crítico. Luego, naturalmente, Byron y Shelley llegaron prácticamente junto con Keats. Y creo que el ciclo romántico del siglo XIX y el ciclo isabelino fueron lecturas paralelas en mi caso.

SCK: ¿Verlaine, Nerval, Mallarmé y compañía?

JC: También fueron paralelas las lecturas de los simbolistas franceses que citás: Verlaine, Nerval, Mallarmé y todos los demás. Yo aprendí, es decir, me acordé del francés de nuevo —porque lo guardaba evidentemente en el subconsciente por mi nacimiento en Europa—, recordé el francés al mismo tiempo que aprendí el inglés, y como me fascinaban los dos idiomas, la lectura de los simbolistas franceses se hizo paralelamente con mi lectura de los ingleses. Luego llegó el día en que entré en la literatura moderna francesa, y esto —aunque te parezca extraño— por la puerta de Jean Cocteau. Al azar compré un libro de Cocteau que se llama Opio-Diario de una desintoxicación, un libro para mí maravilloso porque Cocteau habla de sus amigos, de sus lecturas, de sus gustos y sus disgustos, y por la puerta de sus paradojas, de sus frases brillantes, de su admirable capacidad de síntesis de lo literario y de lo poético me metió de golpe en todo el mundo contemporáneo de Francia, salvo los surrealistas, con los que él no tenía la menor afinidad y que yo descubrí luego por mi cuenta y riesgo.

Curiosamente, al ir envejeciendo, hay poetas que se me caen, como te pasará a vos. Se me caen, se me olvidan, dejan de serme vitales. No es así el caso de los románticos ingleses. Cada tanto tomo mi Shelley, mi Blake, mi Coleridge —ése es uno de los grandes— y, por encima de todos para mí, —no hablo en sentido absoluto— por encima de todos, John Keats… Ellos siguen teniendo la misma fuerza, la misma eficacia poética que tenían en el momento en que más ingenuamente y más juvenilmente los leí por primera vez. Si eso es una prueba de permanencia poética, pues, en mi caso creo que soy una buena prueba de la calidad invariable de esos poetas que te cito.

SCK: Además de Wallace Steven, Poe, Whitman y Ginsberg, ¿qué otros poetas angloparlantes lees? ¿Los encuentras también visionarios?

JC: ¿Qué otros leo? Oh, leo montones. Hace rato te cité a Robert Duncan; todo ese movimiento de San Francisco de los años cincuenta. Yo los seguí bastante de cerca. Sabes que yo fui muy amigo, como un hermano, de Paul Blackburn, y Blackburn, como poeta y como amigo, me puso en las manos montones de libros de los que yo no tenía idea y que me revelaron todo ese mundo, no sólo digamos la escuela de San Francisco, sino de la llamada escuela de Nueva York. Cada vez que he ido a los Estados Unidos en estos últimos años me he venido con una brazada de libros y de plaquetas comprados allá porque en Francia es más difícil conseguirlos. Y, además, los leo en las múltiples revistas que me llegan de los Estados Unidos. Pero en su conjunto, y respondo a tu pregunta, no los encuentro particularmente visionarios. Lo que me gusta en ellos es esa manera de buscar contacto con la realidad. La mayoría son en el fondo profundamente realistas, pero no en el sentido pedestre del término, sino descubriendo en la realidad lo que yo mismo, a mi manera, trato de descubrir en cuentos y en novelas, es decir, todos esos aspectos, esas facetas, esos reversos que se le escapan a la visión condicionada y cotidiana. No, no creo que sean visionarios, pero, acaso, en nuestro tiempo ser visionario sea justamente eso y no caer en la manera de ser visionario de Shelley, es decir, en la utopía irrealizable, en la extrapolación de esperanzas y de deseos que terminan siempre un poco evaporados, un poco abstractos y fuera de esta terrible pero siempre hermosa realidad que vivimos.

SCK: ¿A estos escritores, a quienes mencionas a menudo, los relees? ¿O es más bien que te persigue la memoria de una lectura única?

JC: Sí, soy fiel a ellos. En la medida de mis posibilidades, yo soy ese hombre que cada tres años relee Los tres mosqueteros. Esto tómalo como una especie de fórmula metafórica, porque ya cada vez tengo menos tiempo para eso; además, me gusta leer cosas nuevas, pero en mi biblioteca hay libros a los que mi mano vuelve y vuelve cada vez que tengo algún momento. Thomas de Quincy, por ejemplo, es un escritor que me gusta abrir en cualquier página y releer diez o quince páginas. De William Hazlitt, por ejemplo, me fascina su estilo, y pienso también en La vida de Johnson, de Boswell. Te estoy citando sobre todo anglosajones porque vos me ponés en la pista. Pero luego, hablando de latinoamericanos, vuelvo a Felisberto, vuelvo a Borges, vuelvo a Neruda, vuelvo a Vallejo. Sí, una vez por mes o quince días yo sé que tengo en las manos durante diez o quince minutos algún texto de ellos o algún recuerdo, en todo caso, de ellos.

SCK: En Rayuela uno de tus personajes dice: «No le atribuyamos a Morelli los problemas de Dilthey, Husserl y Wittgenstein» (p.503). ¿Es tu lectura de estos tres filósofos contemporánea a la escritura de Rayuela?

JC: Bueno, ya te expliqué antes que mi lectura de esos filósofos no es profunda y especializada, sino que conozco más bien la divulgación de su obra. Y luego algunos textos accesibles. Por lo demás, después de llegar a Francia he leído menos filosofía que en mis tiempos de la Argentina, por la misma razón que he leído menos de cualquier otra cosa, en la medida que tengo menos tiempo. Naturalmente hay una acumulación a lo largo de los años, pero calculándola por horas o por días, he leído digamos menos en Francia que en la Argentina, donde, como Mallarmé, «J’ai lu tous les livres».

SCK: ¿Registran tus más recientes preferencias en filosofía algún viraje distanciador de tus antiguos gustos (Kant, Spinoza, Vico)?

JC: No te puedo decir que lo que he leído de filosofía aquí haya podido producir un viraje con relación a mis antiguos gustos. No estoy demasiado al tanto de lo que sucede en la filosofía pura, que por lo demás, como vos sabés, ha salido un poco del circuito de los legos, de los aficionados. En realidad, yo pasé de la filosofía pura que leía en Argentina: Aristóteles, Platón, Kant, pasé, digamos a la antropología, un poco a través de Cassirer, a quien leí enormemente en mis últimos años de la Argentina y que me influyó mucho. Y luego la antropología en la línea de Lévy-Bruhl y luego, más tarde, Lévi Strauss. Yo pienso que ese tipo de antropología me mostró una serie de dimensiones que funcionaban dentro de la órbita de mis intereses literarios, que eran al mismo tiempo y son mis intereses de tipo vital. Esa nueva concepción de la mentalidad primitiva con todas las diferencias que hay entre los dos Lévi me fascinó y me fascina, porque la lectura de esos estudios amplifica enormemente la concepción cotidiana de la inteligencia humana, de la conducta humana, de la relación del hombre con su universo. Y eso, pienso yo, en libros como Rayuela y, entre líneas, en muchos de mis cuentos y otros textos, se hace sentir de manera bastante marcada. Aquí, por ejemplo, en este pueblito de Saignon donde paso el verano, cada vez que me encuentro con los campesinos de la región, de quien soy muy buen amigo, nos tomamos juntos un trago y hablamos; me fascina escucharlos, dejarlos hablar y darme cuenta cuál es su weltanschauung, cómo ven el mundo, cómo es. Hasta qué punto llega su visión, cuál es el peso de la tradición y los prejuicios y el trabajo de la propia inteligencia, muchas veces agudísima y crítica. Para eso me ayuda mucho el conocimiento previo de los comportamientos, de la mentalidad humana en contextos históricos diferentes. No quiero decir que cualquier otro no podría sacar las mismas conclusiones. Pero creo que la lectura de escritores como Malinovsky o Lévy-Bruhl o Lévi Strauss me vuelve más receptivo a determinadas cosas que dicen aquí los campesinos y que, con mucha frecuencia, no es comprendido o produce una cierta sorpresa o escándalo o risa en la gente «culta» que los escucha.

SCK: ¿Entre las aficiones literarias de Horacio está Gilgamesh? ¿Por qué te interesa? ¿Y Arcimboldo? ¿Y Akutagawa?

JC: Me divierte que me preguntes sobre el interés de Horacio por Gilgamesh. Lo que pasa es que Gilgamesh es una de esas epopeyas primitivas que por ahí uno lee, ¿no? Y toda la saga de Gilgamesh, que creo que leí en un Albatross o en un Penguin o en una de esas ediciones en que los textos están modernizados, me fascinó mucho y probablemente por eso se la cita en Rayuela. Me había olvidado completamente de esa referencia.

Supongo que te referís a Arcimboldo, el pintor italiano, un gran cronopio que hacía caras con legumbres o con el ciclo de las estaciones: si uno mira bien, las caras se descomponen en cebollas, zanahorias y lechugas. Bueno, sí, es un pintor divertido, tiene ese lado surrealista avant la létre que siempre es fascinante.

En cuanto al japonés Akutagawa, que no es todo lo conocido que debiera serlo, conocí sus obras en Buenos Aires porque alguien que vivía allí tradujo al español un par de libros de él en donde está, por cierto, el cuento Rashomon, que es admirable, y otro que se llama Los engranajes. Es un libro autobiográfico de Akutagawa, escrito poco antes de su suicidio y que, de alguna manera, es una especie de Césare Pavese japonés: un poco por su propio destino y otro poco por el tipo de meditación.

SCK: ¿Te gustan las novelas de Mishima, Tanazaki o Kawabata?

JC: Ah, veo que te interesan los japoneses. De todos esos que citás, conozco a Mishima. No sé cómo se llama el libro en español; yo lo conocí en versión francesa, Le marin rejeté par le mer, y también Las confesiones de una máscara. Me parecieron dos excelentes libros. Pero a los otros dos no los conozco.

SCK: Entremezclada en el afán irónico de tu obra, ¿estaría acaso el mentar autores inexistentes?

JC: No sé, tal vez por ahí por divertirme habré citado a alguno, pero no lo hago con ese cuidado sistemático y a veces un poco excesivo de Borges. No, yo más bien lo que he citado mucho es bichos y cosas inexistentes, como «mancuspias» y «cronopios» y ese tipo de cosas, pero autores no creo que demasiado.

SCK: Y Oblomov, ¿cómo diste con él? ¿Representa acaso el anverso de Oliveira o Calac?

JC: En cuanto a Oblomov, dí con el por puro aburrimiento ahí cuando era profesor en Chivilcoy; en la biblioteca estaba Oblomov y entonces lo leí y coincidí bastante, porque la vida de Oblomov coincidía a la vez con la mía: él en el libro y yo en mi sillón nos aburríamos igualmente. No sé si representa el anverso de Oliveira o Calac. Nunca he meditado mucho sobre eso. Y te diré además, que es un libro que tengo bastante olvidado, a diferencia de lo que me pasa con los otros rusos: con Chejov o Dostoievski.

SCK: Felisberto Hernández se está poniendo de moda entre los críticos. El que tú lo menciones en Último round y La vuelta debe haber sido un factor en eso. Además de Tierras de la memoria, ¿qué has leído de su obra? ¿Verdaderamente la encuentras tan compenetrada con la tuya?

JC: Bueno, eso de que Felisberto se está poniendo «de moda» entre los críticos no me gusta nada, porque no es una cuestión de moda. Los críticos tienen con Felisberto una deuda muy grave y ya sería tiempo de que la pagaran. Uno de los que le está pagando y muy bien es Ángel Rama, que ahora en Caracas me pidió un prólogo para la gran edición que está preparando de Felisberto; y justamente en estos días tengo que ponerme a trabajar en eso: quiero escribir diez o quince páginas sobre él como presentación para la edición. Si yo menciono tanto a Felisberto es porque es un gran escritor. Felisberto es un hombre monocorde; es un hombre marginal; es uno de esos hombres, uno de esos escritores que, como te decía antes, me interesan porque no son los François Mauriac ni los grandes bonetes de la literatura; hombre humilde y marginal que escribió toda su obra en primera persona, hablando siempre de él, y que, a partir de eso, te saca de las casillas casi inmediatamente y te mete en otras casillas, en otro mundo. No sé lo que vos pensás de él, pero haber escrito La casa inundada o Las hortensias o Nadie encendía las lámparas, son textos que ya quisiera haber escrito yo, y muchos otros que pretenden ignorar a Felisberto.

SCK: Al hablar de Jarry y la eliminación de la frontera entre los sólito y lo insólito (La vuelta, p. 24) también hablas de Macedonio, Ponge y Michaux. ¿Los leíste a todos más o menos en la misma época?

JC: Es difícil saberlo. Macedonio y Michaux, probablemente sí; Ponge, un poco después. A Macedonio lo leí porque es lo de siempre, las remisiones de un libro a otro. Leyendo a Borges me enteré de la existencia de Macedonio y entonces lo busqué. En esa época, en la Argentina, no te creas que era fácil conseguir a Macedonio, porque las ediciones habían sido hechas probablemente por cuenta de él y no se las encontraba; pero ahí unos amigos me pasaron algunas cosas de él y lo leí con mucho cuidado. No toda es vigilia la de los ojos abiertos me acuerdo que lo leí en Chivilcoy, y que como coincidía con mis lecturas de filosofía de esa época, —y ése es en el fondo un libro de filosofía, pero de una filosofía como a mí me gusta, es decir, profundamente teñida de locura—, me produjo una impresión tremenda. Me gustan mucho sus tentativas literarias; me gusta el Macedonio humorista y me gusta el Macedonio de No toda es vigilia.

En cuanto a Michaux, claro, leí Plume; fue el primer libro suyo que leí en la edición de Gallimard en francés, y esos pequeños cuentecitos tienen que haber ejercido una influencia en mis cronopios que iban a nacer muchos años después. Son esas cosas de las que uno se da cuenta más tarde; no sé si algún crítico lo ha visto, pero yo creo que, sin esos textos de Michaux, a mí tal vez no se me hubiera ocurrido escribir a los «cronopios».

Ponge vino después, ya con toda la gran tanda de la literatura francesa que leí en esa época, y no ha tenido excesiva influencia en mí.

SCK: Al humor tuyo se le ha llamado humor negro, lo que te situaría en esa antología de Breton que, si no me equivoco, pone tal nomenclatura de moda. ¿Te sitúas en la misma coyuntura que los menos conocidos de esa lista, es decir, Borel, Corbiere, Brisset, Carrington?

JC: Esto de que al humor se le pueda llamar un «humor negro» es sumamente relativo. Yo creo que tengo un alto grado de sentido del humor, y ese humor a veces puede ser negro. Pero, en general, pienso que no lo es: no sé si se puede hablar de «humor rosa» o «humor blanco»; yo lo llamaría humor en estado puro, es decir, simplemente el hecho de —¿cómo decirte?— desacralizar situaciones más o menos sacralizadas en el plano del lenguaje, de la tradición, de las escalas de valores y colocarlas en una perspectiva que las vuelven divertidas y que, al mismo tiempo, no eliminan su profundidad, y su necesidad, y su seriedad. El humor negro es siempre mucho más agresivo y no creo que sea el mío.

En cuanto a esa antología de Breton que se llama Antología del humor negro, es tan mala, en mi opinión, que incluso en mi ejemplar que está en la biblioteca le cambié el lomo y en vez de llamarse André Breton, Antología del humor negro, ahora se llama Andrés Negro, Antología del humor Breton, para mostrarte hasta qué punto me parece mala, porque mezcló lo bueno y lo mediocre; realmente, si algo le faltaba a André Breton era el sentido del humor; le faltaba a un extremo que se puede considerar como patético y que lo llevó a sus peores extravíos en el campo de la conducción del movimiento surrealista; todo lo cual no suprime sus grandes cualidades y su profunda calidad de poeta y de visionario en otros planos.

Pero en esa lista que agregás después, como Borel, Corbiere, Brisset y Carrington, de todos ellos con quien me reconozco una afinidad más profunda es con Leonora Carrington, porque ella sí es una surrealista auténtica y no contagiada, y lo fantástico para ella funciona en un nivel que a mí me es profundamente familiar. Acabo de leer una novela suya que no conocía; la he leído en versión francesa porque no ha salido en inglés. Se llama Le cornet accoustique, es decir, La trompetilla acústica; esa que se ponían los sordos en tiempo de nuestros abuelos y que es una verdadera maravilla (la novela, no la trompetilla). Ese tipo de libros que uno lee preguntándose por qué no hay más, por qué realmente hay tan pocos así en la historia de la literatura.

SCK: Por otra parte, parece que te gusta el humor de Bioy Casares y de Albee en Who is afraid of Virginia Wolf. ¿En qué les encuentras parecido o cómo es que te gustan dos cosas que a mí me parecen tan distintas?

JC: El humor de Bioy, por ejemplo, me gusta mucho porque, al igual que el humor de Borges, es de directa raíz anglosajona, y no se puede negar que los ingleses son, no diré los inventores, pero sí los usuarios más geniales del humor en la literatura, e incluso en la vida personal. Bioy y Borges, rechazando como rechacé yo eso que los españoles llaman humor y que no es nada más que el chiste macabro y, en general, de muy mala calidad, han sabido meterlo en la estructura mental y lingüística del español y darle una especie de derecho de ciudad que le quita, digamos, el fondo anglosajón y lo vuelve perfectamente argentino y latinoamericano. En ese sentido yo encuentro una gran afinidad de mi propio humor con el de Bioy y con el de Borges.

SCK: Si el humor sigue desterrado de nuestras letras contemporáneas, (La vuelta, p. 33), ¿en qué otra época lo encuentras? ¿Quevedo? ¿Caviedes? ¿Palma? ¿Cervantes?

JC: No creo, como supones aquí, que el humor siga desterrado de nuestras letras contemporáneas. Pienso que está haciendo una entrada bastante marcada en muchos libros que he leído en estos tiempos. El humor de García Márquez es perfectamente perceptible y sus mejores obras no hubieran sido escritas sin el humor que contienen.

Hay un escritor uruguayo, Enrique Estrázulas, que ha publicado un libro, que se llama Pepe Corvina, que te recomiendo encarecidamente porque es una prueba de humor rioplatense bastante extraordinario por momentos.

En ese mismo nivel, creo que hay otros escritores latinoamericanos que se me escapan en este momento que cultivan el humor; lo introducen como una constante de sus obras para ayudar a quitarnos todavía un poco de eso que nos queda de mala herencia española y que no tiene nada que ver con la buena, que es mucha y hermosa. Me refiero a ese falso humor basado en contrastes demasiado gruesos que no va muy lejos en el ánimo de un lector contemporáneo.

SCK: ¿Cómo caracterizarías el humor hispánico a diferencia del humor negro?

JC: Yo te diría que en España está pasando un fenómeno parecido, porque cuando yo ataco un poco eso que llaman «el humor hispánico» y que no me parece humor, convengo en que hay en este momento algunos pocos escritores españoles que están reaccionado frente a eso y están escribiendo libros que contienen una dosis de humor verdadero, de humor considerable y sumamente útil en la península.

Un escritor como Gonzalo Suárez, por ejemplo, es un buen ejemplo, y su novelita El roedor de Fortimbrás es una muestra de esta concepción diferente del humor en algunos jóvenes o medianamente jóvenes escritores españoles.

SCK: En uno de tus ensayos caracterizas a lo fantástico de «ser la aprehensión de lo subyacente, el sentimiento de que los reversos desmienten, multiplican, anulan los anversos, son la modalidad natural de lo que vive para esperar lo inesperado» (La vuelta, p. 44) El libro de Todorov —¿lo has leído?— pone como requisito esencial del género el que cause terror en el espectador o lector. ¿Qué piensas al respecto?

JC: He leído el libro y me decepcionó, pero quizá la culpa no sea de Todorov, porque creo que nadie ha conseguido hasta ahora dar una explicación, una presentación coherente del mundo de lo fantástico. Sabés muy bien que en algunos ensayitos, más o menos marginales, yo lo he intentado también, pero lo único que se consigue es una especie de fenomenología exterior de la cosa; uno le anda dando vueltas a lo fantástico, pero realmente no se consigue explicar de manera concreta cuál es la mecánica, literaria o mental que desencadena, que determina lo fantástico. Es cierto que el hecho de que la mayoría de los relatos fantásticos se traduzcan en terror, en miedo, parece una pista o una guía para encontrar la verdad definitiva. Yo pienso, por ejemplo, que he escrito entre cincuenta y sesenta cuentos y no hay entre ellos ni uno sólo que se pueda considerar un cuento feliz o un cuento alegre; todos ellos son trágicos, algunos de ellos son terroríficos; en todo caso, todos ellos son dramáticos; lo fantástico desencadena siempre, como en el caso de Edgar Allan Poe, la fatalidad, la muerte, la multiplicación de esos hechos que culminan en lo negativo, en la nada, en la desgracia.

Pero no, de ninguna manera está excluido que pueda existir otro tipo de literatura fantástica en la que los hechos se ven en esa misma dimensión y que no tengan que ser obligadamente terroríficos o trágicos. Es posible que algunos relatos de ciencia ficción respondan a eso, pero, como te digo, es un género que no conozco.

El problema de lo fantástico es que cuando no es trágico, cuando no es dramático, asume enseguida una especie de matiz que toca más lo maravilloso que lo fantástico; es decir, se va acercando, por así decirlo, vuelve un poco a la noción del cuento de hadas; las cosas son fantásticas, son divertidas, son bellas, suceden de una manera insólita, pero falta esa calidad que tiene La caída de la casa Usher o un gran cuento fantástico de Borges, en que esa misma juntura de los elementos de lo cotidiano y de lo llamado normal desencadenan siempre una fatalidad a cuyo término esperan el horror o la muerte. Se diría que es la condición esencial para que, por lo menos en la literatura, lo fantástico funcione eficazmente hasta este momento.

SCK: Harold Bloom, crítico norteamericano, ha escrito un libro The anxiety of influence en que sostiene que «Poetic history, is held to be undistinguishible from poetic influence, since strong poets make that history by misreading one another so as to clear imaginative space for themselves». ¿Hasta qué punto te parece esta teoría descriptiva de tu propia búsqueda de lector y autor?

JC: Te diré que esa referencia a la teoría de Harold Bloom no me interesa demasiado, porque esta cuestión del autor singular, la noción de originalidad y de influencia, es una cuestión que depende del temperamento del escrito; y, en mi caso, todo lo que sea influencia no me ha molestado jamás. Conozco gente que se desespera, que se enferma si los críticos le señalan determinadas influencias en sus libros. Para ellos es una especie de culpabilidad haber trabajado bajo una determinada influencia. En mi caso eso no existe porque, cuando yo trabajo, ese tipo de influencias, si existe, y vaya si existe, cumple su labor subconscientemente o subterráneamente. Yo no los estoy utilizando como modelos, no pienso en ellos; y cuando, en el curso de un trabajo, surge concretamente un poema, un verso, una línea, una referencia, entonces lo que me parece más honesto es citarla y liquidar el asunto así.

SCK: En Último round tú dices que quieres abolir la idea del autor singular y añades que citar es citarse. ¿Te parecería que la empresa de mostrar el anverso del tapiz en tus libros es una forma de hacerle frente a la «anxiety of influence«?

JC: Puesto que, efectivamente, citar es citarse, para qué decir mal o disimulado lo que otro dijo ya mejor y de una manera definitiva. Es evidente que un escritor que lo sea cabalmente no puede trabajar en un clima de inseguridad y de temor frente a las eventuales y posibles influencias que podrían modificar o insertarse en su obra. Eso es una prueba de debilidad que sólo puede dar obras mediocres. La originalidad absoluta sabés muy bien que no existe; la originalidad relativa es la única a la que podemos aspirar. Pero dentro de eso relativo entra la noción exacta de originalidad, es decir, que lo que cuenta es que la suma de todas esas influencias, esa especie de caldo cultural y vital de donde procede un escritor, se traduzca en un nueva apertura, en una nueva visión. Y entonces, por qué tener miedo, por qué crearse the anxiety of influence.

SCK: ¿Lees los libros de tus imitadores ¿Lees los libros de la generación latinoamericana más joven, cuya obra es irremediablemente posterior y por lo tanto, sujeta a sufrir la «ansiedad de la influencia» de la tuya? ¿Hacia dónde te parece que se dirige la literatura latinoamericana de hoy?

JC: No creo que haya imitadores. Hay un montón de gente que ha sufrido mi influencia. Rayuela es un libro que le pegó en la cara a un montón de gente y eso se nota, pero volvemos aquí a la cuestión de las influencias. He encontrado la presencia de Rayuela en muchos libros latinoamericanos y ahora, incluso, en algunos franceses. Pero fíjate que no me molesta en absoluto: todo está en la forma en que luego eso se elabora en el libro que está escribiendo o que ha escrito esa gente; y si el resultado es positivo, nada puede resultarme más conmovedor y más hermoso que saberme un poco partícipe de un libro que es un buen libro, que es un hermoso libro. De ninguna manera me produce un sentimiento negativo, muy al contrario.

SCK: ¿Dirías que tus libros al proponer tus propios intereses y experiencia de lector como una posible lectura del texto, provocan la necesidad de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales?

JC: Creo que sí, que mis libros, al proponer más de un plano de lectura como posible lectura del texto, provocan la necesidad de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales. Pero creo que es también una cuestión de cultura. Una persona con un nivel cultural más o menos primario leerá un libro sin comprender la intertextualidad. Para él, lo que leerá es el texto de ese escritor, no se dará cuenta de las alusiones. En tanto en un nivel superior de cultura, con una pantalla, un horizonte cultural más amplio, todas las guiñadas de ojos, las referencias, las citas no directamente citadas pero evidentes, pues, deberán serle claras y además enriquecerán profundamente no sólo la experiencia del lector, sino el libro que está leyendo.

Hace unos días leí un ensayo traducido del inglés, en donde el traductor ha citado un pasaje de Shakespeare sin darse cuenta, es decir, cree que es del escritor que está traduciendo y lo modifica un poco. En realidad es una alusión shakespeariana que el autor ha hecho con una guiñada de ojo y que, evidentemente, en el texto inglés no escapará a escritores cultos.

Pero eso yo creo que forma parte del placer literario, de la belleza, y no hay que olvidarse que en el siglo XVII o el XVIII, hay que pensar en Montaigne o en el doctor Johnson, esa gente citaba con un infinito placer. Y ahí las citas eran perfectamente claras y constituían especies de trampolines para llevar adelante el trabajo personal de los escritores. Y nadie se sentía avergonzado de moverse en un mundo cultural heredado con influencias elegidas por el autor, insertadas, incluidas en su obra como especie de hormonas que lo echaban adelante en su propia tarea.

SCK: ¿Qué estás escribiendo ahora?

JC: Cuentos. Voy a ver si puedo publicar un libro hacia fin de año. Tengo ya escritos nueve a lo largo de este año: es un año de cuentos. Tengo todavía que revisarlos despacio, pero todos ellos, prácticamente todos, están en su etapa definitiva. Yo, finalmente, modifico muy poco mis cuentos; simplemente cambio palabras.

SCK: Hace ya mucho tiempo dijiste que el poeta en el momento de la creación se adhiere a las cualidades ontológicas del objeto cantado y que ese acto presupone conocimiento de parte del poeta. Esa actitud estética se parece mucho a la de la China clásica. El pintor o escritor chino tenía que pasar un laborioso período de observación del objeto, por un cuidadoso aprendizaje antes de considerarse listo para empezar a trazar tan siquiera una línea o escribir una palabra. ¿Te parece que existe algún parecido entre ese asunto chino y tu propia actitud? ¿Has leído textos chinos? ¿Te gusta la «pintura» china?

JC: Tu pregunta sobre la creación poética y la adherencia a las cualidades ontológicas del objeto cantado es muy interesante, pero la verdad es que desarrollarlo llevaría bastante tiempo. Tu alusión al mundo chino es muy justa porque, efectivamente, no sólo es una actitud de tipo poética en la China clásica, sino que se manifiesta particularmente en la pintura. También se nota del lado del Japón, en el caso de los haikú, porque la mayoría de los haikú llegan a esa síntesis prodigiosa de los tres pequeños versos por eliminación de todo lo que no es esencial en los objetos o en las cosas de que se habla y en las imágenes que luego contienen poéticamente. Pienso que eso que llamas «laborioso período de observación del objeto» es una cualidad que se da en algunos poetas, pero no necesariamente en todos. Hay poetas que se manejan en un universo exclusivamente mental, nada experimental, nada pragmático, y sin embargo, pueden ser grandes poetas. Tengo la impresión, por ejemplo, de que Neruda miraba profundamente los objetos; él los vuelve a nombrar, digamos, después de haberlos visto, y sentido, y tocado por todos lados. En cambio, tengo la impresión de que Vallejo se maneja en un plano en el que no le es necesaria esa observación telúrica, esa observación ontológica que sale de lo tangible para llegar a las esencias, que su verso nace de una intuición fulgurante en donde el contacto sensorial con las cosas es mucho menos importante que en Neruda; y tanto el uno como el otro son dos maravillosos poetas.

SCK: El sentimiento de extrañamiento que habita en tu obra lo resumes en La vuelta citando unos versos de Poe: From childhood’s hour I have not been as others were / I have not seen as others saw / I could not bring my passions from a common spring / and all I loved, I loved alone. La gran aceptación que tu obra ha tenido ¿ha moderado ese sentimiento?

JC: Me conmueve que cites esos versos de Poe porque, no sé, siempre me tocaron profundamente, y la verdad es que la aceptación que haya podido tener mi obra no ha modificado ese sentimiento en lo absoluto. No estoy en la actitud romántica típica del señor que se considera aislado, abandonado y diferente de todo el resto. No, no se trata de eso; pero hoy sigo escribiendo exactamente en la misma posición mental, moral y sensible que cuando empecé a escribir a los veinticuatro o veinticinco años. No he cambiado en absoluto y estoy contento de no haber cambiado; estoy contento de que cuando me siento a la máquina o tomo un lápiz mi actitud frente a la página en blanco es exactamente la misma que la que tenía en un comienzo. Nada ha podido cambiarme en ese plano. Por eso, como sabés bien, porque lo he dicho por ahí, no me consideraré jamás un escritor profesional. Yo soy un aficionado que escribe cuentos y novelas.

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2020 – 2021

Libro de empoderamiento femenino escrito por Cecy Rendón

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Ana Mendieta

Ana Mendieta

(Cuba, 1948)

Artista conceptual, escultora, pintora y videoartista. 
Nacida en Cuba y criada en Estados Unidos. 
Falleció a los 36 años. 
 

Mendieta, al ser cubana en Estados Unidos, siempre se cuestionó su identidad. Exploraba temas de género, etnicidad, sexualidad, feminismo, moral, religión y política. Llegó a Estados Unidos a los 12, a través la Operación Pedro Pan, un programa secreto para sacar niños de contrabando al inicio del régimen de Castro. Pasó 5 años sin ver a su madre y 18 a su padre. Se refugió en la pintura y estudió Artes en Iowa.

Me topé con Ana Mendieta en una exposición en Oaxaca, en un espacio nuevo que se llama La Clínica, por parte de MASA; y digo me topé como si me la hubiera cruzado, porque sin saber nada de ella, a través de su obra, conversamos.

Su trabajo es autobiográfico, su principal interés es investigar los mecanismos de construcción de las identidades, la línea entre masculino y femenino, los límites del cuerpo y la relación de pertenencia con la tierra demostrando las posibilidades del mestizaje cultural. 

Las obras de Ana Mendieta, llevadas a cabo entre 1972 y 1985, pueden englobarse dentro del concepto del “Earth-Body-Art”, posiblemente Ana Mendieta fuera la primera persona en combinar el Body Art y el Land Art.

Siempre trabajó con materiales naturales, busca esa conexión con la tierra, la búsqueda de sus raíces y la sensación de abandono. Comienza a trabajar con sangre como elemento para abordar la violencia a partir de marzo de 1973 por el asesinato de Sarah Ann Otten, una estudiante de la Universidad de Iowa, que fue violada y asesinada.

Utilizó la santería en el arte como elemento de conexión con su tierra natal, llenando su trabajo de simbolismos. «Habiendo sido arrancada de mi tierra natal durante mi adolescencia, estoy abrumada por la sensación de haber sido expulsada del vientre. Mi arte es la forma en que restablece los lazos que me unen al universo”

En La Clínica, se presentan 5 proyecciones de Siluetas realizadas en su visita a Oaxaca, una por sala, a la par de instalaciones realizadas por artistas contemporáneos en reflexión a las piezas proyectadas y la manera en que uno puede sentarse a contemplarlas.

“De alguna manera su obra trata acerca del espectáculo performativo”, dijo Catherine Morris, una curadora sénior del Centro Elizabeth A. Sackler para el Arte Feminista del museo, en una entrevista telefónica. “Se trata de teatro, de capturar momentos a través de distintas formas de documentación. Luego lleva todo esto al mundo en general, donde quizá no sería considerado parte de las bellas artes. Lo convierte en algo inteligente, desgarrador y emotivo”.

Fue en un viaje de estudios a los sitios arqueológicos de Oaxaca, con Hans Breder, donde desarrolló un sentido reverencial por el espacio sagrado describiendo su experiencia «como volver a la fuente, pudiendo obtener algo de magia con solo estar allí». México se convirtió en algo así como su lugar de acogida y fueron los primeros viajes a este país el punto inspiración para su serie «Silueta» en el que invirtió siete años de su carrera (1973-1980). 

Su muerte es una situación polémica. Cayó por su ventana en 1985 y su esposo, el escultor Carl André, fue acusado de homicidio, fue absuelto después de 3 años por falta de evidencia. 

“Nunca me sorprendió nada de lo que hizo”, comentó la hermana de Mendieta, Raquelín, a The New York Times en 2016. “Siempre fue muy dramática, incluso de niña: le gustaba expandir los límites, provocar a la gente, impactarla un poco. Así era ella y lo disfrutaba bastante. Cuando la gente enloquecía en ocasiones ella se reía de la situación”.

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